Lo vi una noche de insomnio, mientras paseaba desesperadamente, tratando de salvar mi alma y mis visiones. Mi traslado a Nueva York había sido una equivocación. Al buscar el prodigio y la inspiración en los laberintos de calles antiguas que serpentean interminablemente desde olvidados patios y plazas hasta muelles y torres ciclópeas que se yerguen oscuras y babilónicas bajo lunas menguantes, sólo encontré una sensación de horror y opresión que amenazaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme.
El desencanto fue gradual. Al llegar por primera vez a la ciudad, la vi al crepúsculo desde un puente, majestuosa sobre las aguas, con sus increíbles cúspides y pirámides alzándose delicadamente, como flores, entre estanques de bruma violeta, jugando con las nubes encendidas y los luceros de la tarde. Luego, al anochecer, se encendió, ventana tras ventana, sobre las trémulas corrientes donde linternas cabeceaban y se deslizaban, y unos cuernos profundos emitían gemidos espectrales. La ciudad se transformó en un firmamento estrellado de sueños, saturada de música mágica, identificándose con las maravillas de Carcassonne, Samarcanda, El Dorado, y con todas las ciudades gloriosas y místicas.
Poco después me llevaron por esos rincones antiguos, tan caros a mi fantasía: estrechos y tortuosos callejones y pasadizos donde parpadeaban las fachadas de ladrillo georgiano con buhardillas de pequeños cristales sobre portales con columnas que en otros tiempos vieron doradas sillas de mano y carrozas decoradas. Al descubrir, en mi primer entusiasmo, todas estas cosas largamente deseadas, creí haber alcanzado los tesoros que con el tiempo harían de mí un poeta.
Pero el éxito y la felicidad no llegaron. La luz chillona del día reveló sólo mugre, nociva elefantiasis de piedra que se elevaba y se extendía, allí donde la luna había puesto encanto y magia antigua. Las multitudes que hervían en las calles estaban formadas por extranjeros rechonchos y de rostro duro, astutos, sin sueños ni afinidades con el paisaje de su entorno, que jamás tendrían cosa alguna que ver con un hombre de ojos azules del antiguo pueblo con verdes callejuelas y limpios campanarios de las villas de Nueva Inglaterra en el corazón.
Así que, en lugar de la inspiración poética que había esperado, me llegó sólo una negrura estremecedora y una soledad indecible; y comprendí al fin la espantosa verdad que nadie se había atrevido jamás a formular: el inconfesable secreto de los secretos —que esta ciudad hecha de piedra y estridencias no es una perpetuación sensible del viejo Nueva York, como Londres lo es del viejo Londres y París del viejo París, sino que está completamente muerta; con el cuerpo imperfectamente embalsamado estaba con vida. Tan pronto como hice este descubrimiento, dejé de dormir tranquilo; sin embargo, recobré cierta resignada serenidad cuando, poco a poco, adquirí la costumbre de no pisar la calle durante el día y de salir sólo de noche, cuando la oscuridad invoca lo poco del pasado que aún subsiste de manera espectral, y los viejos portales blancos recuerdan las figuras vigorosas que en otro tiempo los cruzaron.
Con esta especie de consuelo escribí algunos poemas, y hasta reprimí mis deseos de regresar con los míos, para no dar la impresión de que volvía arrastrándome en un innoble fracaso.
Entonces, durante uno de estos paseos nocturnos, conocí al hombre. Fue en un patio tenebroso y oculto del barrio de Greenwich, donde me había instalado en mi ignorancia, ya que había oído decir que aquel sitio era el hogar natural de poetas y artistas. Efectivamente, me encantaron las arcaicas callejuelas y las inesperadas plazoletas y patios; y cuando descubrí que los poetas y los artistas eran pretenciosos vociferantes cuya originalidad es toda oropel y cuyas vidas son la negación de toda la pura belleza que es la poesía y el arte, seguí viviendo allí por amor a esas cosas venerables. Las imaginaba como fueron al principio, cuando Greenwich era un pueblecito apacible aún no absorbido por la ciudad; y en las horas previas al amanecer, cuando todos los trasnochadores se habían escabullido, solía vagar a solas por los rincones misteriosos y meditar sobre los curiosos arcanos que las generaciones debieron de depositar allí.
Esto me mantenía viva el alma y me proporcionaba algunos de esos sueños y visiones por los que clamaba el poeta que había en lo más profundo de mí. El hombre me abordó hacia las dos de una nublada madrugada de agosto, cuando deambulaba por una serie de patios independientes, ahora accesibles solo a través de pasajes oscuros que cruzaban los edificios que se interponían, aunque en otro tiempo formaron parte de una red continua de callejuelas pintorescas. Había oído hablar vagamente de esos patios y comprendí que hoy no debían figurar ya en ningún plano; pero el hecho de que hubieran sido olvidados solo los hacía más atractivos para mí, de forma que los buscaba con redoblado interés.
Y ahora que los había encontrado, mi ansiedad aumentó aún más, pues su disposición indicaba que quizá eran solo unos pocos de un conjunto más vasto, duplicados encajonados entre altas y lisas paredes y desiertas viviendas traseras, u ocultos y sin luces bajo algún arco, respetados por hordas de lenguas extranjeras y protegidos por furtivos y reservados artistas cuyas actividades no invitan a la publicidad y a la luz del día.
Me habló, sin que yo le hubiera dado pie para ello, al observar mi actitud y el interés con que miraba las puertas con aldabas situadas en lo alto de las escaleras con barandilla de hierro, iluminándome la cara con el pálido resplandor que salía de los dinteles ornamentales. La suya quedaba en la sombra, y llevaba un sombrero de ala ancha que, en cierto modo, armonizaba perfectamente con la anticuada capa que lucía; pero me sentí vagamente inquieto aun antes de que dijera nada. Su figura era muy delgada, casi cadavérica, y su voz resultó ser excepcionalmente suave y cavernosa, aunque no especialmente profunda. Dijo que me había estado observando durante algunos de mis vagabundeos y había notado que amaba, como él, los vestigios de tiempos pasados. ¿No me gustaría que me guiara alguien muy experto en estas exploraciones, con una información sobre tales lugares mucho mayor que la que un recién llegado podría conseguir?
Mientras hablaba, vi fugazmente su rostro a la luz amarillenta de una ventana solitaria que brillaba en una buhardilla. Era un semblante noble, incluso hermoso, anciano, y mostraba los signos distintivos de un linaje y refinamiento poco comunes en esa época y lugar. Sin embargo, tenía cierta cualidad que me producía desasosiego casi en la misma medida en que me agradaba su semblante: quizá era demasiado pálido o desentonaba excesivamente con la ciudad, para que yo me sintiera cómodo o a gusto. No obstante, le seguí, pues en aquellos días monótonos, mi búsqueda de antiguas bellezas y misterios era lo único que mantenía viva mi alma, y me parecía un raro favor del Destino toparme con alguien cuyas excursiones parecían haber llegado mucho más allá que las mías.
Hubo algo en la noche que obligó al hombre de la capa a guardar silencio, y durante una hora larga me guió sin conversaciones superfluas, haciendo solo brevísimos comentarios sobre nombres antiguos, fechas y cambios, e invitándome a caminar con un gesto amplio al adentrarnos por estrechas aberturas. Cruzamos de puntillas algunas travesías, saltamos alguna tapia de ladrillo, hasta que nos internamos a gatas por un pasadizo de piedra bajo y abovedado, cuya inmensa longitud y tortuosas revueltas borraron al fin las referencias de situación geográfica que hasta ahora había procurado conservar.
Las cosas que vimos eran muy viejas y maravillosas, o al menos lo parecían, iluminadas por los escasos rayos de luz que nos las hacían visibles; jamás olvidaré las vacilantes columnas góticas, las pilastras estriadas y los postes de verja hechos de hierro fundido y rematados con urnas, las ventanas con amplios dinteles y decorativos montantes en abanico, más originales y extraños a medida que nos internábamos en este interminable laberinto de desconocida antigüedad.
No nos cruzamos con nadie, y a medida que pasaba el tiempo, se hicieron más escasas las ventanas iluminadas. Los faroles de las calles que vimos al principio eran de aceite y tenían la antigua forma de rombo. Después observé que algunos eran de vela; por último, tras atravesar a oscuras un patio horrible, por donde mi guía tuvo que conducirme con su mano enguantada a través de la más absoluta negrura, llegamos a una estrecha puerta de madera abierta en un alto muro. Llegamos a un callejón alumbrado solo por faroles espaciados cada siete casas: faroles de lata increíblemente coloniales, con la parte superior cónica y agujeros a los lados. El callejón subía en una cuesta empinada —más empinada de lo que yo habría supuesto en esta parte de Nueva York—, y al final estaba bloqueado por el muro tapizado de hiedra de una propiedad particular, detrás del cual pude distinguir una pálida cúpula y las copas de unos árboles que se balanceaban contra la vaga claridad del cielo.
En este muro había una puerta baja, arqueada, de negro roble y tachonada de clavos, que el hombre procedió a abrir con una pesada llave. Invitándome a pasar, avancé en medio de la más completa oscuridad, lo que parecía ser un sendero de grava, y finalmente subimos por una escalera de piedra hasta la puerta de la casa, que también abrió para mí.
Entramos, y al hacerlo, sentí que iba a desmayarme debido al intenso olor a aire estancado que nos recibió, fruto de siglos de descomposición malsana. Mi anfitrión pareció no notarlo, y yo no dije nada por cortesía. Subimos por una escalera en espiral, cruzamos un salón y entramos en una habitación cuya puerta cerró con llave detrás de nosotros. Luego, vi que corría las cortinas de tres ventanas cuyos pequeños cristales apenas eran visibles sobre el cielo que comenzaba a clarear. Después se dirigió a la chimenea, golpeó el pedernal con un eslabón, encendió dos velas de un candelabro de doce brazos y me hizo señas para que hablara en voz baja.
A la luz de las velas, descubrí que estábamos en una amplia biblioteca, bien amueblada y revestida de madera del primer cuarto del siglo XVIII, con espléndidos frontones en la entrada, una encantadora cornisa dórica y una chimenea con magníficos relieves, rematada con volutas y urnas. Sobre las estanterías, a lo largo de las paredes, había retratos familiares de buena factura, todos deslustrados y sumidos en una enigmática oscuridad, con un inequívoco parecido con el hombre que ahora me indicaba una butaca junto a una graciosa mesa Chippendale. Antes de sentarse al otro lado, frente a mí, mi anfitrión se detuvo un momento como con embarazo; luego, quitándose lentamente los guantes, el sombrero y la capa, se mostró teatralmente con un traje claramente del período georgiano, desde la coleta y la chorrera del cuello hasta los calzones, las calzas de seda y los zapatos con hebilla en los que no había reparado antes. Luego, sentándose parsimoniosamente en una silla con respaldo en forma de lira, comenzó a mirarme con atención.
Sin el sombrero, adquirió un aspecto de extrema vejez apenas visible antes, y me preguntó si esta huella inadvertida de singular longevidad podría ser una de las causas de mi desasosiego. Cuando habló, noté que su voz suave, profunda, cuidadosamente amortiguada, temblaba con cierta frecuencia; a veces me costaba seguirle, mientras le escuchaba con una sensación de asombro y una inconfesada alarma que aumentaba a cada instante.
—Está usted, señor —empezó a decir mi anfitrión—, ante un hombre de costumbres muy excéntricas, que no necesita disculpar su indumentaria ante una persona de su ingenio e inclinaciones. Pensando en tiempos mejores, no he tenido el menor escrúpulo en estudiar sus costumbres y adoptar su atuendo y modales; capricho que no ofende a nadie si se practica sin ostentación. He tenido la buena fortuna de conservar el solar rural de mis antepasados, aunque ha quedado encerrado por dos ciudades: primero por Greenwich, que llegó hasta aquí después de 1800, y luego por Nueva York, que lo anexó hacia 1830. Tenía muchos motivos para conservar este lugar estrechamente unido a mi familia, y en ningún momento me he desentendido de tales obligaciones. El propietario que tomó posesión de él en 1768 estudió ciertas artes e hizo ciertos descubrimientos, todos ellos relacionados con influencias que residían en este trozo concreto de terreno, y eran dignos de la más estrecha custodia. Ahora deseo mostrarle algunos efectos singulares de estas artes y descubrimientos, bajo el más estricto secreto; creo que puedo fiarme lo suficiente de mi apreciación de los hombres como para saber que cuento con su interés y discreción.
Calló un momento, y yo no pude hacer otra cosa que asentir con un movimiento de cabeza. Aunque me sentía alarmado, para mí no había nada más devastador que el mundo material y diurno de Nueva York. Tanto si este hombre era un excéntrico inofensivo como un experto en artes peligrosas, no tenía otra elección que seguirle y satisfacer mis ansias de asombro, fuera lo que fuese lo que él tuviera que ofrecer. Así que presté atención.
—A.… mi antepasado —prosiguió en voz baja— le parecía que había ciertas cualidades excepcionales en la voluntad del ser humano; cualidades de un poder insospechado, no sólo sobre los actos del propio yo y de los demás, sino sobre toda clase de fuerza y sustancia de la Naturaleza, y sobre muchos elementos y dimensiones considerados más universales que la propia Naturaleza. ¿Puedo decir que se burlaba de la santidad de cosas tan grandes como el espacio y el tiempo, y que dio extraños usos a los ritos de determinadas pieles rojas mestizos que en el pasado solían acampar en esta colina?
—Estos indios se irritaron mucho cuando se construyó el edificio, y se volvieron insoportablemente tercos en su afán de visitar sus jardines durante el plenilunio. Durante años entraron subrepticiamente, saltando la tapia cada mes, cuando podían, para ejecutar determinadas ceremonias secretas. Luego, en 1768, el nuevo propietario les sorprendió in fraganti y se quedó paralizado ante lo que vio. A partir de entonces, negoció con ellos, permitiéndoles el libre acceso a sus terrenos a cambio de que le revelasen el sentido profundo de sus actos; y se enteró de que parte de esta costumbre la habían heredado de sus antepasados pieles rojas, y parte, de un viejo holandés de los tiempos de los Estados Generales.
—Y, ¡maldita sea!, me temo que el propietario debió de suministrarles un ron monstruosamente malo —intencionadamente o no—, y una semana después de conocer el secreto, era el único hombre vivo que lo conocía. Usted, señor, es el primer extraño que sabe de la existencia de tal secreto, y que me parta un rayo si me hubiese atrevido a hablar de... esos poderes... de no haberle visto tan tremendamente interesado por las cosas del pasado.
Me estremecí al notar que el hombre se volvía cada vez más locuaz, y al ver que su forma de hablar era bastante anticuada. Prosiguió:
—Pero sepa, señor, que lo que... el propietario logró aprender de aquellos salvajes mestizos representaba sólo una pequeña parte de lo que después llegó a saber. No en vano había estudiado en Oxford y había tratado con un antiguo químico y astrólogo de París. En resumidas cuentas, se dio cuenta de que el mundo no era sino el humo de nuestros intelectos; estaba fuera del alcance del vulgo, pero los sabios podían exhalarlo o inhalarlo como una bocanada de antiguo tabaco de Virginia. Aquello que queremos, podemos hacerlo surgir a nuestro alrededor; y lo que no, podemos hacerlo desaparecer. No pretendo que cuanto diga sea cierto en todos los sentidos; sin embargo, es lo bastante cierto como para proporcionar un precioso espectáculo de cuando en cuando. Supongo que le encantaría tener, de determinadas épocas, una visión más clara de la que puede proporcionarle su imaginación; así que le ruego que deseche cualquier temor ante lo que me propongo enseñarle. Venga a la ventana, y no hable.
A continuación, mi anfitrión me cogió de la mano y me llevó a una de las dos ventanas que se abrían a un lado de la larga y maloliente estancia; el contacto de sus dedos me transmitió un frío que me recorrió todo el cuerpo. Su carne, aunque seca y firme, tenía la calidad del hielo, y estuve a punto de zafarme de su presa. Pero nuevamente pensé en el vacío y el horror de la realidad, y me dispuse intrépidamente a seguirle adonde quisiera llevarme. Una vez en la ventana, el hombre descorrió las cortinas de seda amarilla y me indicó que mirase hacia la oscuridad exterior. Durante un instante, no vi nada, aparte de una miríada de lucecillas vacilantes allá lejos, muy lejos.
Luego, como en respuesta a un movimiento insidioso de la mano de mi anfitrión, un relámpago iluminó el paisaje, y descubrí que me asomaba a un mar de lujuriante follaje —de follaje no contaminado—, y no a un mar de tejados, como habría esperado cualquier mente normal. A mi derecha, el Hudson brillaba perversamente; y más allá, frente a mí, observé el centelleo malsano de una inmensa marisma constelada de nerviosas luciérnagas. Se apagó el relámpago, y una sonrisa maligna iluminó el cerúleo rostro del viejo nigromante.
—Eso fue antes de mis tiempos... antes de los tiempos del nuevo propietario. Pero probemos otra vez.
Sentí que me abandonaban las fuerzas, más aún que ante la odiosa modernidad de aquella ciudad maldita.
—¡Dios mío! —murmuré—; ¿puede hacer eso con cualquier época?
Y al verle asentir, y descubrir los negros tocones de lo que en otro tiempo fueron dientes amarillos, me agarré a las cortinas para evitar caerme. Él me sujetó con su garra fría y terrible, y repitió su gesto insidioso. Nuevamente surgió un relámpago... pero esta vez iluminó un paisaje no del todo extraño. Era Greenwich; el Greenwich de otros tiempos, con algún que otro tejado o fila de fachadas aquí y allá, tal como los vemos hoy, aunque con verdeantes callejas y prados y herbosas zonas comunales. La marisma seguía brillando más allá; pero a lo lejos vi los campanarios de lo que entonces era todo Nueva York, con las iglesias de la Trinidad, San Pablo y la llamada Brick Church dominando a sus hermanas, y una débil neblina de humo de leña extendiéndose por encima de todo. Aspiré profundamente, aunque no tanto por la visión misma como por las posibilidades que evocó mi imaginación aterrada.
—¿Podría... se atrevería... a alejarse más? —dije con temor; y creo que él compartió este temor durante un segundo, pero recobró su sonrisa malévola.
—¿Alejarme más? ¡Lo que yo he visto le dejaría a usted petrificado! ¡Tanto hacia atrás, muy atrás, como hacia adelante, muy adelante, mire, estúpido pusilánime!
Y al tiempo que gruñía esta frase para sí, hizo un nuevo gesto, provocando en el cielo un relámpago más cegador que los dos anteriores. En el espacio de tres segundos enteros pude ver una visión pandemónica, y en esos segundos contemplé un paisaje que en adelante atormentará siempre mis sueños. Vi los cielos infestados de extraños seres voladores y, por debajo de ellos, una ciudad negra e infernal de gigantescas terrazas de piedra, impías pirámides que se elevaban salvajemente hasta la luna, e innumerables ventanas iluminadas con luces demoníacas. Y, hirviendo de forma nauseabunda en aéreas galerías, vi a las gentes amarillas y de ojos rasgados que poblaban esa ciudad, vestidas horriblemente de rojo y naranja y danzando insensatamente al son febril de unos timbales, al son del estrépito obsceno de los crótalos y el gemido maníaco de unos cuernos apagados cuyo incesante gemido subía y bajaba, ondulante como las olas de un océano impío de betún.
Vi este espectáculo, digo, y oí con los oídos de la mente el blasfemo pandemónium de cacofonía que lo acompañaba. Era la estridente materialización de todo el horror que la ciudad cadáver había agitado siempre en mi alma; y olvidando la advertencia de que permaneciese callado, grité y grité y grité, hasta que mis nervios se desmoronaron y los muros temblaron a mi alrededor. Luego, cuando el relámpago se apagó, vi que mi anfitrión temblaba también; una expresión de sobrecogido horror medio borraba la acerada contracción de furia que mis gritos habían provocado en él. Se tambaleó, se agarró a las cortinas como había hecho yo antes, y agitó la cabeza salvajemente como un animal atrapado.
Bien sabe Dios que tenía motivos; porque al apagarse el eco de mis gritos, se oyó un rumor tan infernalmente sugerente que sólo la entumecida emoción me mantuvo consciente y dueño de mis sentidos. Era el crujido incesante y solapado de la escalera que había al otro lado de la puerta, como si subiese por ella una horda de pies descalzos o calzados con mocasines; finalmente, se oyeron las firmes y cautelosas sacudidas del picaporte de latón, que centelleó a la débil luz de las velas. El anciano arañó, escupió hacia mí en el aire mohoso, y me ladró cosas al tiempo que oscilaba agarrado a la cortina amarilla:
—¡La luna llena... maldito... per... perr... perro escandaloso... tú los has llamado, y vienen por mí! ¡Pies con mocasines... de los muertos... que Dios os confunda, demonios de piel roja! Yo no envenené vuestro ron, ¿acaso no he conservado a salvo vuestra magia ruin? Bebisteís hasta poneros enfermos, y ahora queréis echarle la culpa al propietario... ¡fuera! Soltad el picaporte... aquí no tenéis nada que hacer...
En aquel instante, tres golpes espaciados y muy deliberados sacudieron los entrepaños de la puerta; y un blanco espumarajo afloró a la boca del mago frenético. Su pavor, convirtiéndose en férrea desesperación, dio lugar a que renaciera su furia contra mí; dio un paso tambaleante hacia la mesa en cuyo extremo me apoyaba yo. Se puso tirante la cortina que sujetaba su mano derecha, mientras que con la izquierda arañaba en el aire hacia mí, pero al final se desprendió de la alta barra que la sujetaba, dejando entrar en la habitación un torrente de resplandor de la luna llena que el cielo, cada vez más claro, había presagiado.
Aquellos rayos verdosos hicieron palidecer las velas, y un nuevo aspecto de descomposición se extendió por la mohosa habitación, con el artesonado carcomido, el suelo combado, la chimenea ruinosa, los muebles desvencijados y las colgaduras harapientas. Y alcanzó al anciano también, acaso por la misma razón, o debido a su miedo y vehemencia, y le vi encogerse y ennegrecerse mientras se tambaleaba y trataba de destrozarme con sus garras de buitre. Sólo sus ojos permanecían incólumes, y miraban con una saltona, dilatada incandescencia que iba en aumento al tiempo que su rostro se carbonizaba y consumía.
Se repitieron los golpes con más insistencia, y esta vez sonaron a metal. La negra entidad que tenía delante había quedado reducida a una cabeza con ojos que trataba impotente de arrastrarse por el suelo combado en dirección a mí, y lanzaba de cuando en cuando pequeños escupitajos de malicia inmortal. Ahora arreciaron los rápidos y demoledores golpes contra los endebles entrepaños, los astillaron, y vi el centelleo de un tomahawk al hender la madera destrozada. No me moví, porque no me sentí capaz; pero observé atontado mientras la puerta caía destrozada en medio del flujo de una sustancia negra salpicada de ojos relucientes y malévolos.
Se derramó como una espesa marea de aceite, reventó un tabique carcomido, volcó una silla al extenderse y finalmente se desparramó por debajo de la mesa y por todo el suelo de la habitación como buscando la ennegrecida cabeza cuyos ojos seguían mirándome. Se cerró en torno a ella, y la engulló totalmente; un momento después empezó a retroceder, llevándose a su invisible presa sin tocarme a mí; se desplazó hacia la puerta, y se retiró hacia la escalera cuyos peldaños crujieron como antes, aunque en orden inverso.
Luego, finalmente, cedió el suelo, y me precipité sin aliento en la oscura cámara de abajo, atestada de telarañas, medio desvanecido de terror. La luna verde, brillando a través de las rotas ventanas, me reveló la puerta del salón medio abierta; y mientras me levantaba del suelo sembrado de cascotes y me libraba del techo cálido, vi pasar el torrente espantoso de negrura y centelleante de ojos siniestros y relucientes. Buscaba la puerta del sótano, y, al encontrarla, desapareció por ella. Ahora noté que el suelo de esta otra habitación inferior estaba cediendo igual que el de la habitación superior; a continuación, sonó un estallido arriba que fue seguido por la caída de algo que vi pasar por la ventana de poniente, y que debía de estar en la cúpula.
Desembarazado de los escombros, crucé el piso y corrí hacia la puerta; al comprobar que no podía abrirla, agarré una silla, rompí la ventana y salté frenéticamente por ella al césped descuidado donde la luz de la luna danzaba sobre la maleza y la yerba crecida. La tapia era alta, y todas las entradas estaban cerradas con llave; pero ayudándome con un montón de cajones que había en un rincón, conseguí trepar a lo alto y sujetarme a una gran urna de piedra que allí había.
En mi agotamiento, no vi a mi alrededor más que extrañas paredes y ventanas y viejas techumbres holandesas. No descubrí en ninguna parte la empinada calle por la que había subido al llegar, y lo poco que conseguí distinguir quedó sumergido rápidamente en la niebla que subía del río, a pesar del resplandor de la luna. De repente, la urna a la que me había sujetado empezó a temblar, como si compartiese mi vértigo mortal; y un instante después se soltó mi cuerpo, precipitándose no sé a qué destino.
El hombre que me encontró dijo que debí de arrastrarme durante largo trecho, a pesar de mis huesos rotos, ya que había dejado un rastro de sangre hasta donde él se había atrevido a mirar. La lluvia que comenzaba a caer borró muy pronto esta conexión con el escenario de mi ordalía, y los informes sólo pudieron determinar que salí de algún lugar desconocido, llegando hasta la entrada de un patio pequeño y oscuro frente a Perry Street. Jamás he intentado volver a esos laberintos tenebrosos, ni enviaría allí a ningún hombre en su sano juicio. No tengo idea de qué ser era aquél; pero repito que la ciudad está muerta y llena de horrores insospechados. No sé a dónde habrá ido; yo he regresado a casa, a las callejuelas puras de Nueva Inglaterra por las que corre la suave brisa marina al atardecer.
FIN
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