El peatón - Ray Bradbury



Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.

—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras— ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.

—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera— Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?

¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí atronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches corrían como escarabajos hacia metas lejanas tratando de pasarse unos a otros, mientras un ligero incienso salía por los tubos de escape. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.

Una voz metálica llamó:

—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!

Mead se detuvo.

—¡Arriba las manos!

—Pero… —dijo Mead.

—¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.

—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico.

Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.

—Leonard Mead —dijo.

—¡Más alto!

—¡Leonard Mead!

—¿Ocupación o profesión?

—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

—Sí, puede ser así —dijo.

No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casas como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.

—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando— ¿Qué estaba haciendo afuera?

—Caminando —dijo Leonard Mead.

—¡Caminando!

—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

—¿Caminando, sólo caminando, caminando?

—Sí, señor.

—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

—¡Su dirección!

—Calle Saint James, once, sur.

—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?

—Sí.

—¿Y tiene usted televisor?

—No.

—¿No?

Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

—¿Es usted casado, señor Mead?

—No.

—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.

—¡No hable si no le preguntan!

Leonard Mead esperó en la noche fría.

—¿Sólo caminando, señor Mead?

—Sí.

—Pero no ha dicho para qué.

—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

—¿Ha hecho esto a menudo?

—Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.

—Bueno, señor Mead —dijo el coche.

—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.

—Sí —dijo la voz— Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par— Entre.

—Un minuto. ¡No he hecho nada!

—Entre.

—¡Protesto!

—Señor Mead…

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.

—Entre.

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.

—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada… —dijo la voz de hierro— Pero…

—¿Hacia dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.

—Mi casa —dijo Leonard Mead.

Nadie le respondió.

El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

FIN

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