Un extraño suceso en la vida del pintor Schalken



Por: Sheridan Le Fanu

Existe, en este momento, una notable obra de Schalken muy bien conservada. El curioso tratamiento de las luces constituye, como de costumbre en sus cuadros, el aparente mérito principal de la obra. Digo aparente, ya que su valía real no consiste en su técnica —exquisita, de todos modos—, sino en su tema. El cuadro representa lo que podría ser el interior de una cámara en algún edificio religioso antiguo; el primer plano está ocupado por una figura femenina, envuelta en una especie de túnica blanca, parte de la cual está dispuesta en forma de velo. La túnica, sin embargo, no corresponde al hábito de ninguna orden religiosa. La figura sostiene una lámpara en la mano, y debido a ello sólo están iluminados su figura y su rostro; y en sus facciones se dibuja una traviesa sonrisa, sugiriendo que la hermosa mujer está en trance de hacer objeto a alguien de una jugarreta. En el fondo, sumido en la sombra, a excepción del mortecino resplandor de un fuego moribundo que sirve para definir la forma, se yergue la figura de un hombre vestido a la antigua moda flamenca, en una actitud de alarma, con la mano en el pomo de la espada, como si se dispusiera a desenvainarla.

Existen algunos cuadros que impresionan, no sé por qué, con el convencimiento de que no representan las simples formas y combinaciones ideales que han flotado a través de la imaginación del artista, sino unas escenas, rostros y situaciones que han existido realmente. Y en aquel extraño cuadro hay algo que sugiere que es la representación de una realidad.

Y realmente es así, ya que registra fielmente un singular y misterioso suceso, y perpetúa, en el rostro de la figura femenina, la cual ocupa el lugar más destacado del dibujo, un exacto retrato de Rose Velderkaust, la sobrina de Gerard Douw, el primero y creo que el único amor de Godfrey Schalken. Mi bisabuelo conocía muy bien al pintor; y oyó de labios del propio Schalken la espantosa historia del cuadro, el cual le fue regalado posteriormente, a la muerte del pintor. La historia y el cuadro se han convertido en una tradición en mi familia y, habiendo descrito el último, trataré de narrar la historia que va unida a la tela.

Existen pocas formas sobre las cuales el manto del romance cuelgue de un modo más desgarbado que sobre la del tosco Schalken: el famoso pintor, cuyas obras entusiasman a los críticos de nuestra época casi tanto como sus modales desagradaron a los refinados de la suya. Y, sin embargo, aquel hombre, tan rudo, tan obstinado, tan estrafalario, en medio de su celebridad, en sus días oscuros pero más felices, protagonizó un ardiente romance de misterio y pasión.

Cuando Schalken estudiaba con el inmortal Gerard Douw era muy joven; y a pesar de su temperamento flemático se enamoró perdidamente de la hermosa sobrina de su maestro. Rose Velderkaust era más joven que él, pues no había cumplido los diecisiete años, y, si la tradición no miente, poseía todos los suaves encantos de las rubias doncellas flamencas. El joven pintor la amaba sincera y fervientemente. Su adoración fue recompensada. Declaró su amor, y obtuvo una temblorosa confesión a cambio. Era el pintor más feliz y más orgulloso de toda la Cristiandad. Pero había algo que enfriaba sus entusiasmos: era pobre y de baja extracción social. No se atrevía a pedir al anciano Gerard la mano de su adorable pupila. Antes quería ganarse una reputación.

Le esperaban, pues, muchas incertidumbres y muchos desalientos. La lucha sería ardua. Pero había ganado el corazón de Rose Velderkaust, y con él la mitad de la batalla. No hace falta decir que redobló sus esfuerzos, y su perdurable fama demuestra que se vieron recompensados por el éxito.

Aquellos ardientes esfuerzos, y todavía peor, las esperanzas que los determinaban y sostenían, estaban destinados a experimentar una súbita interrupción, de una naturaleza tan rara y misteriosa como para desalentar toda investigación y arrojar sobre los propios acontecimientos una sombra de horror sobrenatural.

Una tarde, después de despedir a sus compañeros de alumnado en casa de Douw, Schalken continuó trabajando en la desierta estancia. La luz del día empezaba a menguar, y el joven dejó a un lado su paleta y se dedicó a completar un boceto que le estaba proporcionando muchos quebraderos de cabeza. Era una composición religiosa, y representaba las tentaciones de un obeso San Antonio. El joven artista no acababa de quedar satisfecho de su trabajo, a pesar de que las figuras del santo y del demonio habían sido objeto de numerosos retoques. La amplia estancia estaba sumida en un profundo silencio. Transcurrió más de una hora sin que la inspiración acudiera en ayuda de Schalken. En el exterior, las sombras del crepúsculo empezaban a espesarse. La paciencia del joven pintor se había agotado y se quedó de pie delante de su producción sin terminar, furioso y mortificado, con una mano enterrada en los pliegues de sus largos cabellos y la otra sosteniendo el carboncillo de dibujo.

De pronto, el joven exclamó, en voz alta:

—¡Maldito sea el tema! ¡Malditos sean el cuadro, los demonios y el santo!

En aquel momento, un breve y repentino carraspeo resonó detrás de él, y el artista se volvió rápidamente, para comprobar que sus inútiles esfuerzos habían sido observados por un desconocido. En efecto, a un metro y medio de distancia se erguía la figura de un hombre de edad madura que llevaba una capa y un sombrero de forma cónica; en su mano, protegida por un pesado guante, sostenía un largo bastón de ébano cuya empuñadura era una cabeza, al parecer de oro macizo; sobre su pecho, a través de los pliegues de la capa, brillaban los eslabones de una gruesa cadena del mismo metal. La estancia estaba sumida en la penumbra, de modo que Schalken no pudo distinguir el semblante del desconocido. No resultaba fácil conjeturar su edad, pero de toda su persona se desprendía un aire de gravedad y de importancia.

En cuanto se hubo recobrado de su sorpresa, el artista invitó cortésmente al desconocido a que tomara asiento, preguntándole al mismo tiempo si deseaba dejar algún mensaje para su maestro.

—Dígale a Gerard Douw —replicó el desconocido, sin aceptar la invitación— que Meinheer Vanderhausen, de Rotterdam, desea hablar con él mañana por la tarde, a esta misma hora, de un asunto muy importante. Eso es todo.

El desconocido, tras haber pronunciado aquellas palabras, se volvió bruscamente y abandonó la estancia sin darle tiempo a Schalken a manifestar su asentimiento. El joven sintió la curiosidad de comprobar qué dirección tomaría el ciudadano de Rotterdam al salir del estudio y se asomó a la ventana que daba a la calle. El desconocido debía cruzar un largo pasillo para alcanzar la puerta principal, de modo que Schalken ocupó el puesto de observación antes de que el anciano pudiera haber llegado a la calle. Sin embargo, esperó en vano verle aparecer. La casa no tenía otra salida. ¿Se había desvanecido el extraño visitante, o acechaba en el oscuro pasillo con algún siniestro propósito? Esta última sugerencia llenó la mente de Schalken de una vaga intranquilidad, la cual se intensificó hasta el punto de hacerle temer el permanecer solo en la estancia, sin decidirse al mismo tiempo a cruzar el pasillo. Sin embargo, con un esfuerzo que pareció desproporcionado a la circunstancia, se obligó a salir del estudio y, tras haber cerrado la puerta y haberse guardado la llave en el bolsillo, sin mirar a derecha ni a izquierda, cruzó el pasillo que había contenido —y quizás contenía aún— la persona de su misterioso visitante, sin atreverse a respirar hasta que llegó a la calle.

—¡Meinheer Vanderhausen! —se dijo Gerard Douw, al acercarse la hora de la cita—. ¡Meinheer Vanderhausen, de Rotterdam! Hasta ayer no había oído hablar de este hombre. ¿Qué puede desear de mí? Tal vez un retrato… O el aprendizaje de un pariente pobre… O que valore una colección… Bueno, sea cual sea el asunto, pronto saldremos de dudas.

Oscurecía ya, y todos los caballetes, excepto el de Schalken, estaban desiertos. Gerard Douw paseaba de un lado a otro con impaciente expectación, deteniéndose de cuando en cuando a echar una ojeada al trabajo de uno de sus ausentes discípulos, pero situándose con más frecuencia delante de la ventana, desde donde podía observar a los transeúntes que pasaban por la calle.

—Godfrey —exclamó súbitamente Douw, volviéndose hacia Schalken después de una prolongada e infructuosa observación—, ¿no dijo usted que ese caballero fijó la cita para las siete en el reloj de la Stadhaus?

—Acababan de dar las siete cuando le vi, sir —respondió el estudiante.

—Entonces, no puede tardar —dijo el maestro, consultando un reloj tan grande y tan redondo como una naranja—. Meinheer Vanderhausen, de Rotterdam… ¿no es eso?

—Efectivamente.

—Un hombre de edad madura, que vestía con elegancia… —murmuró Douw como para sí mismo.

—Por lo que pude ver, no era joven —respondió su discípulo—, aunque tampoco muy viejo; y sus ropas eran lujosas y serias, tal como corresponde a un ciudadano rico y distinguido.

En aquel momento, el campanario de la Stadhaus dio las siete; los ojos de los dos hombres se volvieron simultáneamente hacia la puerta; y cuando la última campanada dejó de vibrar, Douw exclamó:

—Bueno, bueno, no tardará en llegar nuestro visitante, en el supuesto de que sea puntual; si no, tendrá que esperarle usted, Godfrey…

—Aquí está, sir —le interrumpió Schalken.

En efecto, Gerard Douw vio, en el umbral de la puerta, la misma figura que el día antes había abordado tan inesperadamente a su discípulo Schalken.

La primera impresión que la figura produjo en el pintor fue la de que se trataba de un hombre realmente adinerado. De modo que, sin vacilar, saludó cortésmente al desconocido, invitándole a sentarse. El visitante agitó su mano ligeramente, agradeciendo el saludo, pero permaneció de pie.

—¿Tengo el honor de hablar con Meinheer Vanderhausen, de Rotterdam? —preguntó Gerard Douw.

—El mismo —fue la lacónica respuesta del visitante.

—Mi discípulo me informó de su deseo de hablar conmigo —continuó Douw—, y aquí estoy, en espera de sus gratas órdenes.

—¿Es de confianza ese hombre? —inquirió Vanderhausen, volviéndose hacia Schalken, que permanecía en pie a poca distancia detrás de su maestro.

—Desde luego —respondió Gerard.

—Entonces, dígale que lleve esta caja al orfebre o joyero más próximo para que valore su contenido, y que vuelva con un certificado de la valoración.

Al mismo tiempo depositó una caja de unas nueve pulgadas cuadradas en manos de Gerard Douw, el cual quedó tan intrigado por su peso como por la extraña brusquedad de que el desconocido hacía gala al dirigirse a él. De acuerdo con los deseos del visitante, entregó la caja a Schalken, repitiéndole las instrucciones del desconocido.

Schalken colocó su preciosa carga en seguridad debajo de los pliegues de su capa y se dirigió rápidamente a la tienda de un orfebre judío, situada a tres manzanas de distancia de la casa de Douw. Entró en la tienda, y cuando el pequeño hebreo acudió a informarse de sus deseos, depositó delante de él la caja de Vanderhausen. Al ser examinada a la luz de una lámpara, resultó que estaba completamente forrada de plomo, lo cual explicaba que pesara tanto a pesar de su pequeño tamaño. El judío abrió la caja y, envueltos en un pedazo de tela, descubrió varios lingotes de oro. Cada uno de ellos fue pesado y analizado minuciosamente por el orfebre, el cual parecía experimentar un epicúreo deleite al acariciar aquellos ejemplares del glorioso metal; y cada vez que devolvía uno de ellos a la caja, exclamaba:

—¡Mein Gott! ¡Qué perfección! ¡Ni un solo gramo de aleación! ¡Maravilloso, maravilloso!

Terminada la tarea, el judío certificó el valor de los lingotes, que ascendía a muchos miles de dólares. Con el documento en su bolsillo, y la caja debajo del brazo, oculta por su capa, Schalken regresó al estudio, donde encontró a su maestro y al desconocido conversando animadamente.

Apenas había salido Schalken de la estancia, para cumplimentar el encargo, Vanderhausen se había dirigido a Douw en los siguientes términos:

—Sólo puedo dedicarle unos cuantos minutos, y en consecuencia abordaré sin rodeos el asunto que me trae aquí. Usted visitó la ciudad de Rotterdam hace unos meses, y en aquella ocasión vi en la iglesia de St. Lawrence a su sobrina, Rose Velderkaust. Deseo casarme con ella; y si yo le demuestro que soy el marido más rico que pueda desear usted para ella, espero que apoyará mi petición con su autoridad. Si aprueba mi proposición, debe cerrar el trato conmigo ahora mismo, ya que no puedo permitirme ninguna demora.

Gerard Douw quedó asombrado ante la naturaleza de la comunicación de Meinheer Vanderhausen, pero no se atrevió a manifestar su sorpresa; ya que además de los motivos proporcionados por la prudencia y la cortesía, el pintor experimentó una especie de opresión, como la que nos asalta cuando nos situamos en inconsciente proximidad con el objeto de una antipatía natural: una sensación indefinida pero muy poderosa, que en presencia del excéntrico desconocido le impulsaba a no decir nada que pudiera resultar una ofensa.

—No me cabe duda —dijo finalmente Gerard— de que la alianza que usted me propone resultaría ventajosa y honorable para mi sobrina; pero no olvide que ella tiene derecho a manifestar su opinión, la cual puede ser contraria a lo que nosotros estipulemos en su beneficio.

—Hablemos con franqueza, señor pintor —dijo Vanderhausen—. Usted es un tutor; ella es su pupila. Será mía, si usted está de acuerdo.

El hombre de Rotterdam avanzó unos pasos mientras hablaba, y Gerard Douw, sin saber por qué, rezó en su fuero interno para que Schalken regresara pronto.

—Deseo —continuó el misterioso caballero— poner en sus manos una prueba de mi riqueza, y una seguridad de que seré generoso con su sobrina. Su discípulo regresará dentro de unos instantes con una suma que quintuplica la fortuna que ella tiene derecho a esperar de su marido. La pondré en manos de usted, y podrá aplicarla del modo que más favorezca los intereses de Rose. Será exclusivamente suya mientras viva. Supongo que eso es ser liberal…

Douw asintió, y en su fuero íntimo reconoció que la fortuna había sido extraordinariamente amable con su sobrina. El desconocido, pensó, debía ser a la vez rico y generoso, y semejante ofrecimiento no era para ser despreciado, aunque el hombre que lo formulaba no tuviera una presencia impresionante. Rose no tenía grandes pretensiones, ya que su dote era más bien modesta y la debía por entero a la generosidad de su tío; tampoco tenía derecho a alardear de lo dorado de su cuna, ya que su origen estaba lejos de ser espléndido. Y en lo que respecta a otras objeciones, Gerard decidió —y de acuerdo con las costumbres de la época estaba autorizado a decidirlo— cerrar sus oídos a ellas.

—Sir —dijo, dirigiéndose al desconocido—, su oferta es muy liberal, y si no la acepto inmediatamente se debe a que no tengo el honor de conocer a nadie de su familia. Supongo que puede usted informarme al respecto…

—En lo que atañe a mi respetabilidad —dijo el desconocido secamente— debe darla por supuesta. No se moleste en investigar. No puede descubrir acerca de mí más de lo que yo decida hacerle saber. Si es usted honrado, mi palabra es garantía suficiente de mi respetabilidad. Si es usted sórdido, tendrá la garantía de mi oro.

Un caballero obstinado, pensó Douw, que obraba a su manera, sin admitir interferencias de nadie; pero, teniéndolo todo en cuenta, no podía rechazar su ofrecimiento. Sin embargo, tampoco podía comprometerse innecesariamente.

—No se comprometerá usted innecesariamente —dijo Vanderhausen, pronunciando las mismas palabras que acababan de flotar en la mente de su compañero—. Pero en caso necesario lo hará, supongo; y yo le demostraré que lo considero indispensable. Si el oro que pienso dejar en sus manos le satisface, y si no quiere que retire mi proposición, antes de que yo abandone esta habitación tendrá que firmar su asentimiento a este compromiso.

Y, al terminar de hablar, colocó un papel en las manos del pintor, el contenido del cual expresaba un compromiso establecido entre Gerard Douw y Meinheer Vanderhausen, de Rotterdam, por el que el primero daba en matrimonio al segundo a su sobrina Rose Velderkaust. La boda debía celebrarse una semana después de la fecha del documento. Mientras el pintor leía las cláusulas a la parpadeante luz de una lámpara de petróleo, Schalken entró en el estudio y, habiendo depositado la caja y el certificado del judío en manos del desconocido, estaba a punto de retirarse, cuando Vanderhausen le dijo que esperara; y, presentando la caja y el certificado a Gerard Douw, aguardó en silencio hasta que el pintor hubo examinado ambas cosas. Entonces, el desconocido inquirió:

—¿Está usted satisfecho?

El pintor dijo que preferiría disponer de otro día para meditar en el asunto.

—Ni una hora —dijo el hombre de Rotterdam, fríamente.

—Entonces —dijo Douw, encogiéndose de hombros—, estoy satisfecho.

—En tal caso, firme el contrato —dijo Vanderhausen—, ya que estoy cansado.

Al mismo tiempo sacó un estuche de materiales de escribir, y Gerard Douw firmó el importante documento.

—Este joven firmará como testigo —dijo el anciano.

Y Godfrey Schalken atestiguó, sin saberlo, la validez del trato que le desposeía para siempre de su amada Rose Velderkaust.

El visitante dobló el documento y se lo guardó en un bolsillo interior.

—Le visitaré mañana por la noche, a las nueve, en su casa, Gerard Douw, y veré al objeto de nuestro contrato —dijo Meinheer Vanderhausen, tras lo cual salió rápidamente de la estancia.

Schalken, dispuesto a resolver sus dudas, se situó en la ventana a fin de observar la puerta de la calle; pero el experimento sólo sirvió para confirmar sus sospechas, ya que el anciano no salió por aquella puerta. Un hecho muy raro, en realidad. Él y su maestro salieron juntos, y hablaron muy poco por el camino, ya que cada uno de ellos tenía sus propios temas de meditación, de ansiedad y de esperanza. Schalken, sin embargo, no sabía la ruina que amenazaba a sus más queridos proyectos.

Gerard Douw ignoraba el compromiso que había surgido entre su discípulo y su sobrina; y aún en el caso de que lo hubiese sabido, no es probable que lo hubiese considerado como una seria obstrucción a los deseos de Meinheer Vanderhausen. En aquella época, los matrimonios eran objeto de cálculo y de tráfico; y a los ojos de un tutor habría resultado absurdo renunciar a una boda muy favorable desde el punto de vista económico a causa de un compromiso contraído por simples motivos sentimentales.

Sin embargo, el pintor no comunicó a su sobrina el importante paso que había dado en su nombre, y no porque previera una oposición por parte de la muchacha, sino únicamente por el hecho de que si ella le pedía que le describiera a su futuro marido, se vería obligado a confesar que ni siquiera le había visto la cara.

Al día siguiente, después de almorzar, Gerard Douw llamó a su sobrina y, tras haberla examinado de pies a cabeza con aire de satisfacción, tomó su mano y le dijo:

—Rose, hija mía, tienes una cara que hará tu fortuna —Rose enrojeció y sonrió—. Resulta difícil resistir a su encanto. No tardarás en casarte, te lo aseguro. Bien, ahora tengo que marcharme, pero quiero que esta noche hagas arreglar el salón. Cenaremos a las nueve. Espero a un amigo; y deseo que te pongas muy guapa. No quiero que piense que somos unos pobretones.

Y Gerard Douw se marchó al estudio donde trabajaban sus discípulos.

Al atardecer, Gerard llamó a Schalken, que estaba a punto de marcharse a su oscuro e incómodo alojamiento, y le pidió que le acompañara a cenar con Rose y Vanderhausen. La invitación, desde luego, fue aceptada, y Gerard Douw y su discípulo llegaron juntos al antiguo salón que había sido preparado para recibir al desconocido. Un alegre fuego ardía en el hogar, y en la mesa, de estilo antiguo, aguardaba la cena. El pequeño grupo compuesto por Rose, su tío y el artista esperaron la llegada del invitado de honor con considerable paciencia. Finalmente dieron las nueve, y simultáneamente resonó una llamada en la puerta de la calle, seguida por un lento y deliberado rumor de pasos en la escalera; los pasos avanzaron a lo largo del pasillo, la puerta del salón se abrió lentamente y apareció una figura que desconcertó al flemático holandés e hizo que Rose gritara, aterrorizada. La figura tenía la forma de Meinheer Vanderhausen; el aire, la estatura, eran las mismas, pero las facciones no habían sido vistas hasta entonces por ninguno de los miembros del pequeño grupo. El desconocido se detuvo en la puerta del salón. Llevaba una capa de color oscuro, muy corta, que apenas le tapaba las rodillas; sus piernas estaban embutidas en unas medias de seda de color morado, y sus zapatos se adornaban con rosas del mismo color. Al abrirse la capa por delante se hizo visible la casaca, también de tela oscura; las manos aparecían enfundadas en unos guantes de cuero que cubrían las muñecas, a modo de guanteletes. En una mano llevaba su bastón y su sombrero, y la otra pendía de su costado. Sus cabellos, negros y muy largos, ocultaban su nuca. Hasta aquí, nada anormal. Pero el rostro… Toda la carne del rostro era de un color azulado plomizo, como el producido por algunos medicamentos metálicos, administrados en cantidades excesivas; el blanco de los ojos era el tono dominante en ellos, y su expresión sugería extraños desvaríos de la mente; los labios correspondían al rostro y, en consecuencia, eran casi negros. Y todo el rostro tenía un aire sensual, maligno e incluso satánico. Hecho notable: en el curso de su visita, el desconocido no se quitó los guantes ni una sola vez. Gerard Douw recobró finalmente el uso de la palabra y se adelantó a dar la bienvenida a su huésped; éste inclinó ligeramente la cabeza, sin decir nada, y avanzó hacia el centro del salón. Había algo increíblemente raro, incluso horrible, en todos sus movimientos, algo indefinible, que era anormal, inhumano; como si los miembros fueran guiados y dirigidos por un espíritu poco acostumbrado al manejo de la maquinaria corporal. El desconocido apenas habló durante su visita, la cual no excedió de media hora; incluso el propio anfitrión se vio con apuros para pronunciar los indispensables saludos y cortesías y, en realidad, el nervioso terror que la presencia de Vanderhausen inspiraba era tal, que el más leve incidente hubiese provocado la huida de las tres personas que se encontraban con él en el salón. Sin embargo, no dejaron de observar dos extrañas peculiaridades de su visitante. Mientras permaneció allí, sus párpados no se cerraron ni una sola vez; y, además, toda su persona conservaba una inmovilidad semejante a la de un cadáver, debido a la ausencia del movimiento del pecho producido por el proceso de la respiración. Esas dos peculiaridades, que a un simple oyente pueden parecerle triviales, producían un efecto muy desagradable al ser vistas y observadas. Finalmente, Vanderhausen libró al pintor de Leyden de su angustiosa presencia; y el pequeño grupo experimentó una sensación de alivio al oír que se cerraba la puerta de la calle.

—¡Mi querido tío! —exclamó Rose—. ¡Qué hombre más espantoso! ¡No quisiera volver a verle por todo el oro del mundo!

—Cállate, niña —dijo Douw, cuyas sensaciones distaban de ser agradables—. Un hombre puede ser tan feo como el diablo, e incluso más; pero si su corazón y sus actos son buenos, vale más que los perfumados muñecos que pasean por el Malí. Rose, hija mía, es cierto que no tiene tu bella cara, pero yo sé que es rico y generoso; y aunque fuera diez veces más feo, esas dos virtudes serían suficientes para contrapesar toda su deformidad.

—¿Sabes, tío? —dijo Rose—. Cuando le vi de pie en la puerta, no pude evitar el compararle con la imagen de madera pintada que me asustaba tanto en la iglesia de St. Lawrence de Rotterdam.

Gerard se echó a reír, aunque en su fuero interno no pudo dejar de reconocer lo acertado de la comparación. Sin embargo, estaba decidido, en lo que de él dependiera, a no permitir que su sobrina se dejase llevar por la impresión que la fealdad del visitante había producido en ella. De todos modos, le intrigó observar que Rose no parecía afectada por el misterioso temor que el desconocido le inspiraba a él mismo, así como a su discípulo Godfrey Schalken.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, desde diversas tiendas de la ciudad llegaron ricos presentes de sedas, terciopelos y joyas para Rose; y también un paquete dirigido a Gerard Douw, que al ser abierto resultó contener un contrato de matrimonio, formalmente redactado, entre Meinheer Vanderhausen, del Boom-quay, de Rotterdam, y Rose Velderkaust, de Leyden, sobrina de Gerard Douw, maestro en el arte de la pintura de la misma ciudad; en el contrato, Vanderhausen se comprometía a asignar a su futura esposa una suma mucho más elevada de la que había sugerido a su tutor, suma que sería puesta en manos de Gerard Douw para que la empleara del modo más beneficioso para Rose.

No tengo escenas sentimentales que describir, ni crueldad de tutores, ni agonías, ni transportes de amantes. Lo único que puedo anotar es sordidez, veleidad y cobardía. Menos de una semana después de la entrevista que acabamos de describir, el contrato de matrimonio quedó ratificado por las dos partes y Schalken vio el premio por el cual hubiese arriesgado la existencia del brazo de su repulsivo rival. Durante dos o tres días no apareció por la escuela; luego volvió a ella y trabajó, con menos alegría que antes, pero con una mayor obstinación; el estímulo del amor había cedido su puesto al de la ambición.

Transcurrieron los meses y, en contra de lo que esperaba —y en contra de las promesas de los interesados—, Gerard Down no recibió ninguna noticia de su sobrina ni de su marido. Tampoco le habían sido reclamados los intereses del dinero que manejaba.

El pintor empezó a inquietarse. Finalmente, decidió trasladarse a Rotterdam y comprobar personalmente que su sobrina, por la cual sentía un sincero afecto, gozaba de bienestar y comodidades. Sin embargo, todas sus pesquisas resultaron inútiles; en Rotterdam, nadie había oído hablar de Meinheer Vanderhausen. Gerard Douw visitó todas las casas del Boom-quay, pero no pudo conseguir ninguna información, de modo que se vio obligado a regresar a Leyden, mucho más ansioso que cuando emprendió el viaje.

A su llegada, se dirigió al establecimiento en el cual Vanderhausen había alquilado el lujoso carruaje que había de conducirles a Rotterdam a él y a su esposa. Por el conductor del vehículo se enteró de que habían llegado a los alrededores de aquella ciudad a última hora de la tarde; se encontraban a menos de una milla de distancia cuando un grupo de hombres, soberbiamente ataviados, aparecieron en el centro del camino impidiendo el avance del carruaje. El conductor tiró de las riendas, temiendo, dadas la oscuridad de la hora y la soledad del camino, alguna fechoría. Sin embargo, sus temores se desvanecieron al ver que aquellos hombres portaban una amplia litera de forma anticuada, la cual dejaron en el suelo mientras el novio, después de abrir la portezuela del carruaje desde el interior, se apeó, y habiendo ayudado a su esposa a hacer lo mismo, la condujo hasta la litera, en la cual entraron los dos, ella sollozando amargamente y retorciéndose las manos. Los porteadores empuñaron las varas y se alejaron rápidamente en dirección a la ciudad. En el interior del vehículo, el conductor encontró una bolsa cuyo contenido triplicaba el importe del alquiler del carruaje. No podía decir nada más acerca de Meinheer Vanderhausen y su encantadora esposa.

El misterio fue una fuente de profunda ansiedad para Gerard Douw. Era evidente que Vanderhausen le había hecho objeto de un fraude en su trato, aunque no podía imaginar con qué propósito. La pérdida de la alegre compañía de su sobrina contribuyó también a deprimirle; y, para combatir la nostalgia y la amargura que le invadían al término de sus ocupaciones diarias en la escuela, a menudo le pedía a Schalken que le acompañara a su casa y compartiera su solitaria cena.

Una noche, el pintor y su discípulo estaban sentados junto al fuego, sumidos en melancólicas reflexiones, cuando a sus oídos llegó un rumor procedente de la puerta de la calle, como si alguien la arañara con vehemencia. Un criado había bajado a enterarse de lo que sucedía, y le oyeron preguntar dos o tres veces quién estaba allí, sin obtener otra respuesta que la reiteración de los extraños sonidos. Luego se abrió la puerta del vestíbulo y unos pasos rápidos subieron la escalera. Schalken se dirigió hacia la puerta del comedor, la cual se abrió antes de que el joven llegara a ella, y Rose se precipitó en el interior de la estancia. Tenía un aspecto aterrorizado y exhausto, pero su atavío sorprendió a los dos hombres casi tanto como su inesperada aparición. Consistía en una especie de túnica blanca, muy cerrada alrededor del cuello y descendiendo hasta el mismo suelo. Estaba muy arrugada y sucia. La pobre criatura había entrado apenas en la estancia cuando cayó al suelo, inconsciente. Con alguna dificultad consiguieron reanimarla, y al recobrar el sentido exclamó, en un tono de terror más bien que de mera impaciencia:

—¡Vino! ¡Vino! ¡Rápido, o estoy perdida!

Asombrados y casi asustados por la extraña agitación que acompañó a la petición, se apresuraron a atender su deseo y Rose bebió unos sorbos de vino con una avidez que les sorprendió. Apenas lo había tragado cuando exclamó, con la misma urgencia.

—¡Comida, por el amor de Dios! ¡Comida, o moriré!

Sobre la mesa había un trozo de asado, y Schalken empezó a cortar un pedazo; pero Rose se lo arrancó de las manos y mordió ávidamente la carne, viva imagen del hambre más voraz. Cuando el paroxismo de su apetito hubo remitido, la joven pareció sentirse súbitamente avergonzada, o tal vez cedió a alguna idea que la asustaba, ya que empezó a sollozar amargamente, mientras se retorcía las manos.

—¡Oh! Vayan en busca de un ministro de Dios —dijo—. No estaré segura hasta que llegue; vayan a buscarle en seguida.

Gerard Douw despachó a un mensajero inmediatamente, y consiguió que su sobrina le acompañara a su propio dormitorio. También la convenció para que descansara un rato. Rose consintió, con la expresa condición de no dejarla sola bajo ningún concepto.

—¡Ojalá estuviera aquí el sacerdote! —exclamó—. Él puede liberarme: los muertos y los vivos no pueden ser una sola cosa. Dios lo ha prohibido.

Con aquellas misteriosas palabras se rindió a su guía, y los dos hombres la acompañaron a la habitación que Gerard Douw le había destinado.

—No me dejen sola ni un momento —dijo Rose—. Si lo hacen, estoy perdida para siempre.

Gerard Douw y Schalken llevaban una vela cada uno, de modo que la iluminación resultaba bastante eficaz. En el instante en que se disponía a entrar en el dormitorio, Rose se detuvo bruscamente y, en un susurro que llenó de horror a los dos hombres, dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¡Está aquí! ¡Miren, miren! ¡Está aquí!

Señalaba hacia la puerta de la alcoba, y Schalken creyó ver una forma oscura y mal definida que se deslizaba en el interior de la estancia. Desenvainó su espada y, levantando la vela de modo que proyectara su luz con más intensidad sobre los objetos de la habitación, entró en la estancia en la cual se había deslizado la sombra.

Allí no había ninguna figura: sólo los muebles que pertenecían a la habitación. Y, sin embargo, Schalken estaba completamente seguro de que algo se había movido delante de ellos. Le invadió un oscuro terror, y unas gruesas gotas de sudor perlaron su frente; y el tono de apremiante agonía con que Rose imploraba que no la dejaran sola ni un momento, no contribuyó precisamente a tranquilizarle.

—Le he visto —dijo Rose—. Está aquí. No puede engañarme, le conozco muy bien. Está junto a mí; está conmigo. Ha entrado en la alcoba. Por el amor de Dios, si quieren salvarme, no se muevan de mi lado.

Al final consiguieron convencerla para que se tendiera en la cama, donde continuó apremiándoles para que no la dejaran sola. La joven pronunciaba frases incoherentes, repitiendo una y otra vez:

—Los muertos y los vivos no pueden ser una sola cosa. Dios lo ha prohibido.

Y luego:

—Descanso para los despiertos… sueño para los sonámbulos.

Continuó murmurando aquellas y otras frases igualmente misteriosas hasta que llegó el capellán.

Gerard Douw empezó a temer, con bastante lógica, que el terror o los malos tratos habían afectado la mente de la pobre muchacha, desquiciándola; y por lo súbito de su aparición, lo irrazonable de la hora y, sobre todo, por lo extraño de su comportamiento, sospechaba que su sobrina había huido de algún asilo para lunáticos, y temía que la persiguieran. Decidió enviar en busca de un médico, para recabar su opinión, en cuanto la mente de su sobrina se hubiese tranquilizado gracias a la intervención del capellán, cuya presencia había reclamado Rose con tanta avidez; y hasta que ese objetivo no fuese alcanzado, no se arriesgó a formularle a su sobrina ninguna pregunta que, al revivir penosos o terribles recuerdos, pudiera aumentar su agitación.

El capellán no tardó en llegar. Se trataba de un hombre de semblante ascético y edad venerable, al cual Gerard Douw respetaba mucho, puesto que era un veterano polemista —quizás más temido como combatiente que amado como cristiano—, de intachable moralidad, cerebro sutil y corazón helado. Entró en la alcoba donde descansaba Rose, y la joven le exigió inmediatamente que rezara por ella como por alguien que está en manos de Satanás, y que sólo del cielo puede esperar la liberación.

Para que puedan comprenderse claramente todas las circunstancias del acontecimiento que voy a describir, es necesario especificar las posiciones respectivas de las partes que estaban involucradas en él. El viejo capellán y Schalken se encontraban en la salita a la cual se abría la alcoba, cuya puerta permanecía abierta; Rose descansaba en la propia alcoba y, junto a su lecho, por expreso deseo de la joven, montaba guardia su tío; en la alcoba ardía una vela, y otras tres iluminaban la salita. El capellán se aclaró la garganta, como si se dispusiera a empezar sus rezos, pero en aquel preciso instante una ráfaga de aire apagó la vela que servía para iluminar la alcoba, y Rose, en tono desgarrado, exclamó:

—¡Godfrey! ¡Trae otra vela! ¡La oscuridad es peligrosa!

Gerard Douw, olvidando las repetidas advertencias de su sobrina para que no se moviera de su lado, se puso en pie y se dirigió a la salita, a fin de suministrar lo que Rose deseaba.

—¡Oh, Dios mío! —gritó la muchacha—. ¡No se marche, querido tío!

Y, al mismo tiempo, saltó de la cama con la intención de detenerle.

Pero la advertencia llegó demasiado tarde, ya que apenas el pintor hubo cruzado el umbral, y apenas su sobrino hubo proferido la exclamación, cuando la puerta que separaba las dos habitaciones se cerró violentamente detrás de él, como empujada por una fuerte ráfaga de viento. Schalken y el pintor se precipitaron hacia la puerta, pero sus unidos y desesperados esfuerzos no sirvieron de nada. En la alcoba resonaban unos gritos espantosos, arrancados por el más abyecto terror. Schalken y Douw se lanzaron con todas sus fuerzas contra la puerta, inútilmente. De la alcoba no llegaba ningún rumor de lucha, pero los gritos parecían aumentar en intensidad. Al mismo tiempo oyeron abrirse la ventana. Un último grito, tan prolongado y penetrante como inhumano, resonó en la alcoba, seguido por un mortal silencio, en medio del cual se percibieron claramente unos pasos que cruzaban la alcoba, como si se dirigieran del lecho a la ventana. En aquel preciso instante la puerta cedió, impulsando a los dos hombres al interior de la estancia. Estaba vacía. La ventana estaba abierta. Schalken se precipitó hacia ella y se asomó para examinar la calle y el canal que discurría por ella. No vio ninguna forma, pero vio, o creyó ver, las aguas del ancho canal formando círculos concéntricos cada vez más amplios, como si un momento antes hubiese penetrado en ellas algún pesado cuerpo.

No se encontró nunca el menor rastro de Rose, ni se comprobó la identidad de su misterioso raptor… si es que en realidad hubo un raptor. Pero ocurrió un incidente, el cual, aunque no será recibido por nuestros racionales lectores como evidencia, produjo una fuerte y perdurable impresión en la mente de Schalken.

Muchos años después de los acontecimientos que hemos relatado, Schalken, que en aquella época residía muy lejos, recibió la noticia de la muerte de su padre, cuyo funeral iba a celebrarse en la iglesia de Rotterdam. Schalken se trasladó inmediatamente a aquella ciudad. Llegó el mismo día del entierro, y se dirigió directamente a la iglesia. El cortejo fúnebre no había llegado aún. Al atardecer, continuaba sin aparecer.

Schalken entró en la iglesia; la bóveda en la cual iba a ser depositado el cadáver estaba abierta. El sepulturero, al ver a un caballero bien vestido, cuyo objetivo era el de esperar la fúnebre comitiva, paseando por una de las naves de la iglesia, le invitó hospitalariamente a compartir con él el solaz de una fogata, la cual, como era su costumbre en invierno, había encendido en el hogar de una estancia donde esperaba la llegada de sus macabros huéspedes y que comunicaba, por medio de un tramo de escalera, con la bóveda inferior. Schalken y el sepulturero se sentaron en aquella estancia; y el sepulturero, después de algunas infructuosas tentativas para entablar conversación con su compañero, se vio obligado a confiar en su pipa para distraer su soledad.

A pesar de su aflicción y de sus preocupaciones, el largo viaje había agotado a Schalken, y sin darse cuenta quedó sumido en un profundo sueño, del cual le despertó alguien tocándole suavemente en el hombro. Su primer pensamiento fue que el sepulturero le estaba llamando, pero el sepulturero no estaba ya en la habitación. Schalken se puso en pie, y en cuanto pudo ver claramente lo que había a su alrededor, percibió una forma femenina, envuelta en una especie de túnica blanca, parte de la cual estaba dispuesta como velo, y que llevaba una lámpara en la mano. La forma estaba alejándose de él, en dirección al tramo de escaleras que conducía a la bóveda. Schalken sintió una vaga alarma a la vista de aquella figura, y al mismo tiempo un irresistible impulso de seguirla. Avanzó, pues, detrás de ella, pero al llegar al rellano superior de la escalera se detuvo; la figura se detuvo también y, volviéndose suavemente mostró, a la luz de la lámpara que llevaba, el rostro y las facciones de su primer amor, Rose Velderkaust. No había nada horrible, ni siquiera triste en el semblante. Por el contrario, se dibujaba en él la misma sonrisa traviesa que tanto encantaba al artista en sus lejanos días de felicidad. Una sensación de espanto y de interés, demasiado intensa para ser resistida, le impulsó a seguir al espectro, si es que se trataba de un espectro. Ella descendió los peldaños. Schalken la siguió. Girando a la izquierda, a través de un angosto pasadizo, la figura le condujo, ante la infinita sorpresa del artista, a lo que parecía ser un apartamento holandés muy antiguo, como los que habían inmortalizado los cuadros de Gerard Douw.

La estancia estaba lujosamente amueblada, y en un rincón se erguía un lecho sustentado por cuatro columnas y cubierto con unos pesados cortinajes negros; y cuando la figura llegó al lado de la cama, apartó los cortinajes y, levantando la lámpara, descubrió a los horrorizados ojos del pintor la lívida y demoníaca forma de Vanderhausen.

La impresión fue tan intensa, que Schalken se desplomó sin sentido.

Allí le encontraron, a la mañana siguiente, unos obreros que efectuaban unas reparaciones en las antiguas bóvedas. Pero el lugar no era el mismo que había contemplado el día anterior: se encontraba en una especie de celda, muy amplia, que no había sido pisada por nadie desde hacía muchísimo tiempo, y había caído al lado de un lujoso ataúd, cubierto con unos paños negros y apoyado en cuatro pequeñas columnas de piedra, como medida de seguridad contra el ataque de los gusanos.

Hasta el día de su muerte, Schalken creyó ciegamente en la realidad de la visión que había contemplado, y dejó detrás de él una curiosa evidencia de la impresión que le produjo, en un cuadro que pintó poco después de producirse el acontecimiento que acabo de narrar.

El cuadro resulta muy valioso, no sólo como muestra de las peculiaridades del arte de Schalken, sino incluso más como un retrato de su primer amor, Rose Velderkaust, cuyo misterioso destino constituirá siempre un motivo de especulación.

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