La sombra sobre Innsmouth - H. P. Lovecraft (Capítulo I)



Durante el invierno de 1927-28, los agentes del Gobierno Federal realizaron una extraña y secreta investigación sobre ciertas instalaciones del antiguo puerto marítimo de Innsmouth, en Massachusetts. El público se enteró de ello en febrero, porque fue entonces cuando se llevaron a cabo redadas y numerosos arrestos, seguidos del incendio y la voladura sistemáticos -efectuados con las precauciones convenientes- de una gran cantidad de casas ruinosas, carcomidas, supuestamente deshabitadas, que se alzaban a lo largo del abandonado barrio del muelle. Las personas poco curiosas no prestarían atención a este suceso, y lo consideraron sin duda como un episodio más de la larga lucha contra el licor.

En cambio, a los más perspicaces les sorprendió el extraordinario número de detenciones, el desacostumbrado despliegue de fuerza pública que se empleó para llevarlas a cabo, y el silencio que impusieron las autoridades en torno a los detenidos. No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco de qué se les acusaba; ni siquiera fue visto posteriormente ninguno de los detenidos en las cárceles ordinarias del país. Se hicieron declaraciones imprecisas acerca de enfermedades y campos de concentración, y más tarde se habló de evasiones en varias prisiones navales y militares, pero nada positivo se reveló. La misma ciudad de Innsmouth se había quedado casi despoblada. Sólo ahora empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento renacer.

Las quejas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron acalladas tras largas deliberaciones secretas; los representantes de dichas sociedades efectuaron algunos viajes a ciertos campos y prisiones, y como consecuencia, tales organizaciones perdieron repentinamente todo interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno. Sélo un periódico -un diario sensacionalista y de escaso prestigio por esta razón- hizo referencia a cierto submarino capaz de grandes inmersiones que torpedeó los abismos de la mar, justo detrás del Arrecife del Diablo. Esta información, recogida casualmente en una taberna marinera, parecía un tanto fantástica ya que el arrecife, negro y plano, queda por lo menos a milla y media del puerto de Innsmouth.

Los campesinos de los alrededores y las gentes de los pueblos vecinos lo comentaron mucho, pero se mostraron extremadamente reservados con la gente de fuera. Llevaban casi un siglo hablando entre ellos de la moribunda y medio desierta ciudad de Innsmouth  y lo que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se comentaba en voz baja desde mucho años antes. Habían sucedido cosas que les enseñaron a ser reservados, de modo que era inútil intentar sonsacarles. Además, sabían poca cosa en realidad, porqué la presencia de unos saladares extensos y despoblados dificultaba mucho la llegada a Innsmouth por tierra firme, y los habitantes de los pueblos vecinos se mantenían alejados.

Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión. Estoy convencido de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que, aparte un sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron los horrorizados agentes que irrumpieron en Innsmouth no pueden causar ningún daño. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé exactamente hasta qué punto me han contado toda la verdad, pero tengo muchas razones para no desear indagar más a fondo, ya que el caso, y el recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas.

Fui yo quien, a primera hora de la mañana del 16 de julio de 1927, huyó frenéticamente de Innsmouth, y quien suplicó horrorizado al Gobierno que abriese una investigación y actuase en consecuencia, petición que dio origen a todo el episodio relatado. Yo estaba firmemente resuelto a permanecer callado mientras el asunto estuviera reciente en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha perdido interés y curiosidad, tengo un extraordinario deseo de contar, en voz muy baja, las horas escasas y terribles que pasé en aquel puerto de tan siniestra reputación, sobre el que se cierne una sombra blasfema y mortal. El mero hecho de contarlo me ayudará a recobrar la confianza en mis facultades, a convencerme de que no fui simplemente la primera víctima de una pesadilla colectiva. Me servirá además para decidirme a mirar de frente cierto paso terrible que aún tengo que dar. 

Nunca había oído hablar de Innsmouth hasta la víspera del día en que lo vi por primera y -hasta ahora- última vez. Celebraba mi mayoría de edad dando la vuelta a Nueva Inglaterra -turismo, antigüedades, interés genealógico- y había planeado ir directamente desde el antiguo pueblo de Newburyport a Arkham, de donde provenía la familia de mi padre. No tenía coche y viajaba en tren, en trolebús o en coches de línea, buscando siempre el itinerario más barato. En Newburyport me dijeron que para ir a Arkham debía tomar el tren. Y fue en el despacho de billetes de la estación donde, al vacilar ante el elevado precio del billete, oí hablar por vez primera de Innsmouth. El empleado, hombre corpulento de rostro sagaz y un acento que no era de la región, consideró con simpatía mis esfuerzos por ahorrar y me sugirió una solución que hasta entonces nadie me había propuesto.

-Creo que podría coger el autobús viejo -dijo después de cierta vacilación- aunque por aquí nadie suele cogerlo. Pasa por Innsmouth... Puede que haya oído usted hablar del pueblo ese... A la gente no le gusta. El conductor es de allí, un tal Joe Sargent, y nunca coge viajeros de aquí ni de Arkham. No me explico de qué vive esa empresa. El precio del billete debe ser bastante barato, pero nunca lleva más de dos o tres personas... y todas de Innsmouth. Sale de la Plaza, delante de la Droguería Hammond, a las diez de la mañana y a las siete de la tarde, a no ser que hayan cambiado de horario últimamente. Parece una cafetera rusa... Jamás me he metido dentro de ese trasto.
 
Esta fue la primera noticia del siniestro pueblo de Innsmouth. Cualquier referencia a un pueblo que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera registrado en las guías actuales de viajes me habría interesado, pero además, la extraña manera que tuvo e! empleado de mencionarlo acabó de suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que un pueblo capaz de inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser curioso y digno de atención turística. Puesto que estaba antes de llegar a Arkham, me detendría en él... Así que pedí al empleado que me informase un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía, exclamó:

-¿Innsmouth? Sí, es un pueblo bastante raro. Está en la desembocadura de Manuxet. Era casi una ciudad, un puerto relativamente importante, antes de la guerra de 1812, pero se ha arruinado durante los últimos cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril... Hace años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Rowley. 
»Debe haber más casas vacías que habitantes, y no hay comercio ni industria, excepto la pesca y las nasas. La gente prefiere venir aquí o a Arkham o a Ipswich para hacer sus negocios. Años atrás había algunas fábricas, pero ahora no queda más que una refinería de oro que además se pasa largas temporadas sin funcionar.

»Sin embargo, esa refinería fue un buen negocio en sus tiempos, y el viejo Marsh, el dueño, debe de ser más rico que Creso. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada. Dicen que ha contraído una enfermedad de la piel o que le ha salido alguna deformidad, y no se deja ver. Es nieto del capitán Obed Marsh, que fue el fundador del negocio. Parece que su madre era extranjera, dicen que procedía de los Mares del Sur; así que se armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Ipswich, hace cincuenta años. A la gente de por aquí no le gustan los de Innsmouth, y si alguno lleva sangre de Innsmouth procura siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y los nietos de Marsh tienen un aspecto normal. Me los señalaron una vez que pasaron por aquí… Y ahora que lo pienso, parece que los hijos mayores no vienen últimamente. Al viejo no lo he llegado a ver nunca. 

»¿Que por qué las cosas andan tan mal en Innsmouth? Bueno, muchacho, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ahí, Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado los últimos cien años chismorreando sobre lo que pasa en Innsmouth, y me figuro que están más asustados que otra cosa. Algunas historias que se cuentan son de risa. Por ejemplo, dicen que el viejo capitán Marsh negociaba con el diablo y sacaba trasgos del infierno para traérselos a vivir a Innsmouth, y también que celebraban una especie de culto satánico y sacrificios espantosos, cerca de los muelles, y que lo descubrieron allá por el año 1845 más o menos... Pero yo soy de Panton, Vermont, y no me trago esas historias.

»Tenía usted que oír lo que cuentan los viejos del arrecife de la costa... El Arrecife del Diablo lo llaman. En muchas ocasiones sobresale por encima de las olas, y cuando no, aparece a flor de agua, pero ni siquiera se puede decir que sea una isla. Según cuentan, se ve a veces una legión entera de demonios en ese arrecife, desparramados por allí o saliendo y entrando de unas cuevas que hay en la parte alta de la roca. Es una peña abrupta y desigual, a bastante más de una milla de la costa. Ultimamente los marineros solían desviarse bastante para evitarla.

»Los marineros que no procedían de Innsmouth, se entiende. Una de las cosas que tenían contra el capitán Marsh era que, al parecer, atracaba allí algunas veces por la noche, cuando la marca lo permitía, Puede que atracara, porque la roca es interesante, y hasta es posible que fuese en busca de algún tesoro pirata; pero lo que decían es que negociaba con los demonios de allí. Para mí, la pura realidad es que fue el capitán quien verdaderamente le dio fama de siniestro al arrecife.

»Eso fue antes de la epidemia de 1846, en que murió más de la mitad de la población de Innsmouth. No se llegó a explicar completamente qué fue lo que pasó, pero seguro que se trataba de alguna enfermedad exótica, traída de China o de alguna parte, por mar. Debió de ser terrible; hubo desórdenes por culpa de eso, y pasaron cosas horribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera del pueblo. El caso es que con eso se arruinó para siempre. No volvió a repetirse la hecatombe, pero ahora apenas vivirán allí trescientas o cuatrocientas personas.

»Pero lo único que hay en el fondo de la actitud de la gente es un simple prejuicio racial... y no lo censuro. Siento aversión por la gente de Innsmouth y no me gustaría ir a ese pueblo por nada del mundo. Me figuro que usted tendrá idea -aunque ya veo por su acento que es occidental- de la cantidad de barcos nuestros, de Nueva Inglaterra, que acostumbran a tocar los puertos extraños de Africa, de Asia, de los Mares del Sur y de cualquier parte, y la de gente rara que a veces se traen para acá. Habrá oído hablar seguramente del hombre de Salem que regresó después casado con una china, y puede que sepa también que todavía queda un puñado de isleños procedentes de Fidji, por ahí por Cape Cod.

»Bueno, algo de eso debe haber detrás de la gente de Innsmouth. El lugar siempre estuvo separado del resto de la comarca por marismas y riachuelos, y no podemos estar seguros de lo que pasaba en realidad, pero está bastante claro que el viejo capitán Marsh debió traerse a casa a unos tipos extraños, cuando tenía sus tres barcos en actividad, allá por los años veinte o treinta. Ciertamente, la gente de Innsmouth posee unos rasgos extraños; hoy en día... no sé cómo explicarlo, pero es una cosa que te pone la carne de gallina. Lo notará usted un poco en Sargent, si coge el autobús. Algunos tienen la cabeza estrecha y rara, con la nariz chata y aplastada; y tienen también unos ojos fijos que parece que nunca parpadean, y una piel que no es como la piel normal que tenemos los demás; es áspera y costrosa, y a los lados del cuello la tienen arrugada o como replegada. Se quedan calvos muy jóvenes, también. Los más viejos son los que peor aspecto tienen... Bueno, en realidad creo que no he visto nunca a un tipo de ésos verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se morirán de mirarse en el espejo! Los animales les tienen aversión... Solían tener muchos problemas con los caballos, antes de aparecer el automóvil.

»Nadie de por aquí, ni de Arkham ni de Ipswich, quieren tratos con ellos. Por lo demás, se comportan con sequedad cuando vienen al pueblo o cuando alguien intenta pescar en sus caladeros. Lo raro es el tamaño del pescado que sacan siempre en las aguas del puerto, si no hay nada más por allí cerca... ¡Pero intente pescar usted en este sitio y verá lo que tardan en echarlo! Antes solían venir en tren... Después, cuando la compañía abandonó el ramal, se daban una caminata para tomarlo en Rowley... Ahora viajan en autobús.

»Sí, hay un hotel en Innsmouth; se llama Gilman House, pero me parece que no es gran cosa. Yo le aconsejaría que no se quedara. Es mejor que pase la noche aquí y mañana por la mañana coge el autobús de las diez; luego puede salir de allí a las ocho de la tarde, en el que va a Arkham. Hubo un inspector de Hacienda que paró en el Gilman hará unos dos años, y sacó de allí un sinfín de impresiones desagradables. Parece que tienen una multitud de gentes extrañas en ese hotel, porque el buen hombre no paró de oír en las otras habitaciones unas voces que le producían escalofríos. Decía que hablaban en un idioma extranjero, pero lo peor era una voz extraña que hablaba de cuando en cuando. Le sonaba tan poco humana -como un chapoteo, decía él- que no se atrevió ni a desnudarse para meterse en la cama. Total: que pasó la noche en vela y apagó la luz a las primeras luces de la madrugada. Las conversaciones duraron casi toda la noche.

»Lo que más le chocó al hombre ese -Casey se llamaba-, era la forma con que le miraba la gente de Innsmouth; parecían talmente como policías vigilándole. La refinería Marsh le pareció bastante rara... Se trata de una vieja fábrica situada a orillas del Manuxet, en su desembocadura. Lo que contó estaba de acuerdo con ]o que yo sabía ya. Libros mal llevados, ninguna cuenta clara, y el negocio no se veía por ninguna parte. Además, ha habido siempre cierto misterio sobre la forma como los Marsh obtienen el oro que refinan. Nunca se ha visto que hicieran muchas compras de oro, pero hasta hace unos años enviaban por barco cantidades enormes de lingotes. »Se solía hablar de ciertas joyas extrañas que los marineros v los trabajadores de la refinería vendían en secreto, o que llevaban a veces las mujeres de la familia Marsh. Se decía que el capitán Obed conseguía el personal de su empresa en los puertos tropicales; parece que sus barcos zarpaban llenos de abalorios y baratijas, como si fueran a establecer tratos con los nativos. Otros pensaban -y lo piensan todavía- que había encontrado un antiguo escondrijo de piratas en el Arrecife del Diablo. Pero lo extraño es que el viejo capitán murió hace sesenta años, y desde la Guerra Civil no ha salido de Innsmouth ni un solo barco de gran calado. Y a pesar de todo los Marsh siguen comprando baratijas para salvajes, sobre todo cuentas de vidrio y chucherías, según me han contado. A lo mejor es que a los de Innsmouth les gusta adornarse con eso... Bien sabe Dios que han estado a punto de caer al mismo nivel que los caníbales de los Mares del Sur y los salvajes de Guinea.

»La plaga del cuarenta y seis debió de llevarse lo mejor del pueblo. En todo caso los únicos que vienen de allí son gentes sospechosas; y los Marsh y los demás ricachos son tan sospechosos como ellos. Como le digo, no serán más de cuatrocientos en todo el pueblo, a pesar de lo grande que es. Son lo que en el Sur llaman 'blancos desarrapados', o sea, tipos huraños y disimulados, llenos de secretos y misterios. Cogen mucho pescado y marisco, y lo exportan en camiones. Es anormal la cantidad de toneladas de pescado que sacan de ese trozo de costa.

»Nadie ha podido averiguar lo que hacen en ese pueblo. Las escuelas oficiales del Estado y las oficinas del censo de población se han estrellado una y otra vez con ellos. Puede apostar a que las visitas de inspección no son bien recibidas en Innsmouth. Yo personalmente he oído de más de un encargado de negocios del Gobierno que ha desaparecido allí. Se ha hablado mucho también de uno que se volvió loco y ahora está en el sanatorio. Sin duda le dieron un susto tremendo a ese pobre hombre. 
»Por eso no pasaría yo la noche allí, en su lugar. Nunca he estado en el pueblo ese ni me apetece ir, pero me figuro que visitarlo de día no supone riesgo alguno... A pesar de todo, la gente de por aquí le aconsejaría que no lo hiciera. Si está usted haciendo turismo y buscando cosas antiguas, Innsmouth es un lugar que le interesará.»
 
Después de lo que me contó el buen hombre aquel, me pasé casi toda la tarde en la Biblioteca Pública de Newburyport, buscando datos sobre Innsmouth. Luego pregunté a las gentes de las tiendas, del restaurante, incluso en el parque de bomberos, pero pude comprobar que era más difícil de lo que había predicho el empleado de la estación sacarles algo en limpio. Por lo demás, no disponía de tiempo para vencer su instintivo recelo. Me pareció que desconfiaban por alguna razón, como si fuera sospechoso todo aquel que se interesara demasiado por Innsmouth. En la Y.M.C.A. (Young Men’s Christian Association, es decir, Asociación Cristiana de Jóvenes.) donde me había hospedado, el sacerdote trató de disuadirme pintándome ese pueblo como un lugar malsano y decadente. En la biblioteca, muchos adoptaron esa misma actitud. Era evidente que a los ojos de las personas de formación Innsmouth era meramente un caso exagerado de degeneración cívica.

Los manuales de historia del Condado de Essex que me sirvieron en la biblioteca decían bien poco: que el pueblo se fundó en 1643, que era célebre por sus astilleros, antes de la Revolución, y que llegó a gozar de gran prosperidad naval a principios del siglo XIX; más tarde, se convirtió en centro industrial de segundo orden, gracias al aprovechamiento de las aguas del Manuxet como fuente de energía. Se referían muy veladamente a la epidemia y a los desórdenes de 1846, como si constituyesen un descrédito para todo el condado.

También se decía poca cosa de su proceso de decadencia, aunque el capítulo final era bien elocuente. Después de la Guerra Civil, toda la vida industrial de la localidad quedó reducida a la Marsh Refining Company, y el mercado de lingotes de oro constituía tan sólo un pequeño residuo de lo que había sido su comercio, aparte la eterna pesca. Pero la pesca se pagaba cada día menos, a medida que bajaba el precio de la mercancía debido a la competencia de las grandes empresas, aunque nunca hubo escasez de pescado alrededor del puerto de Innsmouth. Los extranjeros se asentaban raramente por allí. Se decía que lo había intentado cierto número de polacos y portugueses, pero que fueron expulsados de una manera singularmente enérgica.
 
Lo más interesante de todo era una breve nota referente a ciertas joyas vagamente asociadas a la localidad de Innsmouth. Evidentemente, el caso había impresionado a toda la región, ya que el libro hacía referencia a determinadas piezas que se hallaban en el Museo de la Universidad del Miskatonic, de Arkham, y en el salón de exhibiciones de la Sociedad de Estudios Históricos de Newburyport. Las descripciones fragmentarias de tales joyas eran escuetas y frías, pero me causaron una impresión difícil de definir. Todo aquello me resultaba tan singular y excitante, que no se me iba de la cabeza, y a pesar de la hora avanzada, decidí acercarme a ver la pieza que se conservaba en la localidad. Por lo visto era un objeto grande, de extrañas proporciones, muy parecido a una tiara.

El bibliotecario me dio una nota de presentación para el conservador de la sociedad. El conservador resultó ser una tal Anna Tilton, soltera, que vivía allí cerca, Tras una breve explicación, la anciana se mostró muy amable y me sirvió de guía. El museo de la sociedad era notable en verdad, pero mi estado de ánimo era tal, que no tuve ojos más que para el raro objeto que relumbraba en la vitrina del rincón, bajo el foco de luz eléctrica.

No fue mi sensibilidad estética lo que me hizo abrir literalmente la boca ante el sobrenatural esplendor de aquella portentosa fantasía que descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo. Incluso ahora sería incapaz de describirlo con precisión, aunque no cabía duda de que era una tiara, como decía la inscripción que había leído. Su parte delantera era muy elevada, y su contorno ancho y curiosamente irregular, como si hubiera sido diseñada para una cabeza caprichosamente elíptica. Parecía de oro, aunque poseía una misteriosa brillantez que hacía pensar en una aleación con otro metal de igual belleza y difícilmente identificable. Su estado de conservación era casi perfecto. Me podría haber pasado horas enteras estudiando los sorprendentes y enigmáticos adornos -unos, simplemente geométricos, otros, sencillos motivos marinos-, cincelados o moldeados con maravillosa habilidad.

Cuanto más la miraba, más fascinado me sentía, y en esta fascinación encontraba algo inquietante e inexplicable. Al principio pensé que era una extraña calidad artística lo que me desasosegaba. Todos los objetos de arte que había visto anteriormente pertenecían a algún estilo o a alguna tradición nacional o racial conocida, o a alguna de esas tendencias modernas que rompen con toda tradición. Pero aquella tiara no estaba en ninguno de los dos casos. Denotaba claramente una técnica muy definida, de gran madurez y perfección, aunque totalmente distinta de cualquier otra, oriental u occidental, antigua o moderna. Jamás había visto algo parecido. Era como si aquella preciosa obra de artesanía perteneciese a otro planeta.

Pero no tardé en darme cuenta de que mi turbación se debía a otra causa, quizá igualmente poderosa, esto es, a sus extraños motivos ornamentales que sugerían desconocidas fórmulas matemáticas y secretos remotos hundidos en inimaginables abismos del tiempo y del espacio. La naturaleza representada en los relieves, invariablemente acuática, resultaba casi siniestra. Había unos monstruos fabulosos, extravagantes y malignos, unos seres mitad peces y mitad batracios que me obsesionaban hasta el extremo de despertar en mí una especie de pseudo-recuerdos. Era como si yo mismo tuviera de ellos una vaga memoria, remota y terrible, que emanase de las células secretas donde duermen nuestras imágenes ancestrales más espantosas. Me daba la impresión de que cada rasgo de aquellos horrendos peces-ranas desbordaba la última quintaesencia de una maldad inhumana y desconocida. 
En curioso contraste con el aspecto de la tiara, estaba su breve y sórdida historia. Según me contó miss Tilton, en 1873 cierto individuo de Innsmouth, borracho, la había empeñado por una suma ridícula poco antes de morir en una riña, en una tienda de State Street. La Sociedad de Estudios Históricos la adquirió directamente del prestamista, y desde el primer momento la colocó en uno de los lugares más destacados de su salón, con una etiqueta en la que se indicaba que probablemente provenía de la India oriental o de Indochina, aunque ambas suposiciones eran francamente problemáticas.

Miss Tilton, comparando todas las hipótesis posibles sobre el origen de la tiara y su presencia en Nueva Inglaterra, se sentía inclinada a creer que había formado parte de algún tesoro pirata descubierto por el viejo capitán Obed Marsh. A favor de esta suposición estaba el hecho de que los Marsh, al enterarse del paradero de la joya, habían intentado adquirirla ofreciendo una suma elevadísima que todavía mantenían pese a la firme determinación de la sociedad de no vender.

Mientras la amable señora me acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su hipótesis sobre el origen pirata de la fortuna de los Marsh estaba muy extendida entre los intelectuales de la región. Ella nunca había estado en Innsmouth, pero sentía aversión hacia sus habitantes, según dijo, a causa de su degeneración moral y cultural. Incluso me aseguró que los rumores existentes acerca de cierto culto satanista practicado en Innsmouth encontraba apoyo en el hecho de que hubieran ganado allí numerosos adeptos determinados ritos secretos que habían terminado por absorber a todas las iglesias ortodoxas.

Esos ritos eran practicados por la llamada «Orden Esotérica de Dagon», y se trataba sin duda de alguna religión pagana y degenerada de origen oriental que había sido importada, al parecer, en una época en que la pesca había escaseado. Era lógico, en cierto modo, que las gentes sencillas la hubiesen aceptado, ya que de pronto, a partir de su instauración, la pesca había vuelto a ser próspera y abundante. La «Orden» no tardó en alcanzar una gran preponderancia en el pueblo, sustituyendo por completo a la francmasonería e instalándose incluso en la antigua logia masónica de New Church Green.
 
Todo esto, según la piadosa miss Tilton, constituía un argumento decisivo para rehuir la diabólica y mísera ciudad de Innsmouth. A mí en cambio me despertó un enorme interés por visitarla. A la curiosidad arquitectónica e histórica que sentía se sumaba ahora un entusiasmo antropológico, de tal modo que, en mi reducida habitación de la Y.M.C.A. sólo pude conciliar el sueño cuando ya empezaba a clarear.

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