A la mañana siguiente, poco antes de la diez, cogí la maleta y me situé ante la Droguería Hammond, en la Plaza del Mercado, a esperar el autobús de Innsmouth. Cuando ya faltaba poco para llegar, observé que los paseantes se alejaban de la parada. El empleado de la estación no había exagerado la repugnancia que sentían en la localidad por los habitantes de Innsmouth. Al poco tiempo apareció, retemblando por State Street, un coche de línea bastante viejo, pintado de verde sucio. Dio la vuelta y frenó al lado de donde yo estaba. En seguida me di cuenta de que era el que yo esperaba. Encima del parabrisas se adivinaba el casi ilegible cartel: ArkhamInnsmouth-Newb...port.
Sólo venían tres pasajeros, tres hombres más bien jóvenes, morenos, mal vestidos y de semblante hosco. Cuando el vehículo se detuvo, bajaron los tres y, con paso torpe y desmañado, echaron a andar en silencio por State Street, casi de manera furtiva. El conductor bajó también del coche y le vi desaparecer en el interior de la droguería. «Este debe ser el tal Joe Sargent que mencionó el empleado de la estación», pensé, y antes de reparar en ningún detalle, sentí que me embargaba como una oleada de instintiva aversión, tan incontenible como inexplicable. De pronto, me pareció muy natural que la gente de la localidad no deseara subir a semejante autobús ni visitar la población donde vivía aquella chusma.
Cuando volvió a salir de la droguería, me fijé más en él y traté de descubrir el motivo por el que me había causado tan mala impresión. Era un hombre flaco, de hombros caídos y uno setenta de estatura o tal vez menos. Llevaba un traje azul raído y una deshilachada gorra de golf. Debía tener unos treinta y cinco años, aunque las dos arrugas que le surcaban el cuello a ambos lados le hacían parecer más viejo, si no se fijaba uno en su rostro inexpresivo y apagado. Tenía la cabeza estrecha y unos ojos saltones de color azul claro que no pestañeaban; su barbilla y su frente eran deprimidas, y tenía unas orejas más bien rudimentarias y atrofiadas. Sus labios eran grandes y abultados; sus mejillas, cubiertas de poros abiertos y de costras, daban la sensación de carecer casi totalmente de barba, aparte algunos pelos amarillos tan irregularmente repartidos por la cara, que junto con las rugosidades de la piel, más que otra cosa parecían calvas producidas por alguna enfermedad. Sus manos enormes, surcadas de venas, eran de un increíble gris azulado; tenía los dedos sorprendentemente cortos y desproporcionados, como encogidos hacia adentro de sus tremendas palmas. Al dirigirse hacia el autobús, noté su forma de bamboleante de andar. Sus pies eran igualmente desmesurados, y cuanto más se los miraba, más difícil me parecía que pudiera encontrar zapatos a su medida.
La mugre que llevaba encima lo hacía más repugnante aún, Sin duda trabajaba o haraganeaba por los muelles pesqueros, a juzgar por el olor que traía consigo. Era imposible averiguar qué mezcla de sangres habría en sus venas. Sus rasgos no parecían asiáticos, polinesios ni negroides, pero evidentemente eran extranjeros. Sin embargo, más que una característica racial, aquellos rasgos me parecían una degeneración biológica.
Me quedé cortado de pronto, al darme cuenta de que no había ningún otro pasajero en el autobús. No me gustó la idea de viajar solo con semejante conductor. Pero se acercaba la hora de salida, y tuve que decidirme. Subí al coche, le tendí un dólar y dije escuetamente: «Innsmouth». Me miró con sorpresa durante un segundo, mientras me devolvía cuarenta centavos, pero no dijo nada. Me senté detrás de él, junto a una ventanilla, para poder contemplar la costa durante el viaje.
Por fin arrancó el cacharro de una sacudida y pronto dejó atrás los viejos edificios de State Street, retemblando estrepitosamente y soltando un humo espeso por el tubo de escape. Me dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirar al autobús... o al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por High Street y el camino se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún. Después de atravesar Lower Green y Parker River, salimos finalmente a una zona costera larga y monótona.
Era un día de calor y de sol. El paisaje de arena, de juncales, de maleza desmedrada, se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía el agua azul y la raya arenosa de Plum Island. Después de desviarnos de la carretera general que seguía a Rowley e Ipswich, tomamos un camino que siguió bordeando el litoral. No se veían casas, y según estaba el firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los negros postes del teléfono sostenían tan sólo dos cables. De cuando en cuando, cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rías que, cuando la marca estaba alta, contribuían a aislar aún más la región.
De cuando en cuando se veían tocones ennegrecidos y cimientos de vallas desmoronadas que emergían de la arena. Recordé que en uno de los libros de historia que había manejado se decía que, anteriormente, aquella había sido una comarca fértil y muy poblada. El cambio sobrevino al parecer a raíz de la epidemia que había asolado la ciudad de Innsmouth en 1846, pero la gente lo había achacado a ciertos poderes malignos y ocultos. De hecho, el mal radicaba en la absurda tala de toda la arboleda cercana a la playa, que había privado al suelo de su mejor protección contra la arena que ahora lo invadía todo.
Finalmente, perdimos de vista Plum Island y apareció la inmensa extensión del Atlántico a nuestra izquierda. El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada.
Experimenté una sensación extraña al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotros, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo. Era como si el autobús fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. El olor a mar nos llegaba cargado de aromas presagiosos. La espalda encorvada y rígida del conductor y su cráneo grotesco se me antojaban cada vez más repugnantes. Por detrás tenía la cabeza casi tan despoblada de pelo como su cara. Apenas le crecían unas pocas hebras amarillentas en su piel rugosa y grisácea.
Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía contemplar toda la extensión del valle donde el Manuxet desembocaba en el mar, justo al norte de una larga muralla de acantilados que culmina en Kingston Head y tuerce después hacia Cape Ann. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante mí: habíamos llegado frente al tenebroso pueblo de Innsmouth.
Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salía un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres elevados campanarios descollaban rígidos y leprosos contra el azul de la mar. A uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los tejados estaban totalmente hundidos. Había algunas casas grandes de estilo georgiano, con tejados de cuatro aguas, cúpulas y galerías acristaladas. La mayoría de ellas estaban lejos de la mar, y una o dos vi que todavía se conservaban en buen estado. En el espacio que había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, invadida de yerba, bordeada por los postes del telégrafo sin cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a Rowley y a Ipswich.
El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el barrio marinero, junto a los muelles. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica. El puerto, invadido por los bancos de arena, estaba protegido por un antiguo espigón de piedra, sobre el que se distinguían las menudas figuras de algunos pescadores sentados. En la punta del espigón se veían los cimientos circulares de un faro derruido. En el puerto se había formado una lengua de arena sobre la cual había unas chozas miserables, algunos botes amarrados y unas cuantas nasas diseminadas. El único sitio en que parecía haber profundidad era donde el río, una vez pasado el edificio de la torre blanca, daba la vuelta hacia el sur y vertía sus aguas en el océano, al otro lado del espigón.
Los muelles de embarque estaban podridos de un extremo a otro. Los más ruinosos eran los de la parte sur. Y allá lejos, mar adentro, pese a la marca alta, pude distinguir una raya larga y negra que apenas afloraba del agua y que al instante ejerció sobre mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Arrecife del Diablo. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un inmenso malestar.
No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban las conchas y el pescado estropeado. Algunos individuos trabajaban con aire ausente en sus jardines yermos y sacaban almejas en la orilla, siempre en medio de un penetrante olor a pescado. Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales invadidos por la yerba. Había algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los lúgubres edificios. Casi todos tenían los mismos rasgos faciales y los mismos gestos, cosa que producía una repugnancia instintiva e irremediable. Por un instante me pareció que aquellos rasgos me recordaban algún cuadro visto anteriormente, en circunstancias excepcionalmente horribles. Pero este pseudo-recuerdo fue muy fugaz.
Al llegar el autobús a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a oír el murmullo monótono de una cascada en medio de un silencio impresionante. Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras, alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En algunos sitios se veía el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habían existido. Todas las casas estaban aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se abría el vacío de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un olor nauseabundo e insoportable de pescado.
No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que salían a la izquierda en dirección de la costa estaban desempedradas, llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no había visto a nadie en el pueblo, pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un cascado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas -edificios de madera y ladrillo de principios del siglo XIX- se veía que todavía estaban en condiciones. Fascinado por el interés de cuanto veía, me olvidé del olor repugnante y de la sensación opresiva que había experimentado al principio.
Pero no había de llegar yo a mi punto de destino sin recibir otra impresión tremendamente desagradable. El autobús desembocó en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada de blanco en tiempos atrás, estaba ahora gris y desconchada. Las letras doradas y negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la inscripción: «Orden Esotérica de Dagon». Se trataba, pues, de la antigua logia masónica, actualmente consagrada a un culto degradante. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, sonaron los sordos tañidos de una campana rajada que vinieron a distraer mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza.
Los toques de campana provenían de una iglesia de piedra, de falso estilo gótico, que parecía mucho más antigua que el resto de los edificios de Innsmouth. Tenía a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre carecía de manillas, pero sabía que aquellos golpes sordos correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, aparte el conductor, que veía dentro del casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta de que se trataba tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestía una extraña indumentaria, adoptada tal vez cuando la Orden de Dagon había decidido modificar el ritual de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue la alta tiara que llevaba. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Tilton me había mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavío de aquella silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultasen especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo?
Unos poquísimos jóvenes de aspecto repelente se dejaron ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de la caída del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la profunda garganta del río, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro que desembocaba en un plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, así como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A mi derecha, río arriba, se veían dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era Gilman House.
Me alegré de bajar del autobús. Inmediatamente después, procedí a consignar mi maleta en el sórdido vestíbulo del hotel. Sólo había una persona a la vista, un hombre de edad, que carecía de lo que yo había dado en llamar «pinta de Innsmouth». Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban de este hotel. Así que salí a dar una vuelta por la plaza. El autobús se había ido ya. Me entretuve en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a un solar pedregoso tras el cual se extendía el río. Al otro extremo había un semicírculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente databan de 1800. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharme de allí antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una docena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste, una droguería, un almacén de pescado al por mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única industria del pueblo, las Refinerías Marsh. Habría unas diez personas por allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera. Evidentemente, se trataba del centro comercial de Innsmouth. Hacia oriente se podían ver los azules parpadeos del puerto, sobre los que se alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una torre blanca por detrás de un edificio que debía ser la refinería Marsh.
Después de pensarlo un rato, decidí empezar mis indagaciones en la tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Innsmouth, como así resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometía abundante información. Daba la impresión de que estaba deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su olor a pescado, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio poder hablar con cualquier forastero. Era de Arkham y vivía con una familia que procedía de Ipswich. Siempre que podía, hacía una escapada para visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Innsmouth, pero la empresa lo había destinado allí y él no deseaba dejar el empleo.
Dijo que en Innsmouth no había biblioteca pública ni cámara de comercio, pero que no me sería difícil orientarme por las calles. Seguramente encontraría monumentos de interés. Donde yo me había apeado era Federal Street. De aquí nacía en dirección a poniente una serie de calles residenciales -Broad, Washington, Lafayette y Adams-. y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese barrio -cuya arteria era Main Street- encontraría unas viejas iglesias muy bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. Sería conveniente que yo no llamara demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del río, ya que el vecindario era gente hosca y mal encarada. Incluso se decía que algunos forasteros habían llegado a desaparecer.
Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según había aprendido a costa de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores de la refinería Marsh, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de la Orden de Dagon situado en New Church Green. Los cultos que se practicaban eran muy extraños. Todos ellos habían sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Innsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres, practicaban las más extrañas ceremonias y utilizaban unas vestiduras sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y misteriosos hacían alusión a ciertas metamorfosis prodigiosas, a consecuencia de las cuales se obtenía la inmortalidad material en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor Wallace, de Arkham, le había instado a que no frecuentara ninguna iglesia de Innsmouth.
En cuanto a la gente, él apenas sabía nada. Eran huidizos; se les veía raramente y vivían como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba muy difícil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna pesca. A juzgar por las cantidades de licor clandestino que consumían, se debían de pasar la mayor parte del día en estado de embriaguez. Parecían unidos por una especie de misteriosa camaradería, y sentían un gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Su aspecto -en particular aquellos ojos fijos e imperturbables que no pestañeaban jamás- era lo que más le repelía de ellos. Después, sus voces roncas de acento inhumano. Era lo más desagradable del mundo oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades -que ellos denominaban re-nacimientos-, celebradas dos veces al año, el 30 de abril y el 31 de octubre.
Eran muy aficionados al agua, y siempre estaban nadando en el río y en el puerto. Las competiciones hasta el lejano Arrecife del Diablo eran muy frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba cuenta de que las únicas personas que aparecían en público eran jóvenes. Incluso entre éstos, a los mayores se les notaban ya ciertos signo de degeneración. Era muy raro encontrar adultos sin rastro de desviación biológica alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurría con los viejos. ¿No sería tal vez la «pinta de Innsmouth» un extraño fenómeno patológico que les iba minando el organismo a medida que transcurrían los años?
Naturalmente, sólo una grave enfermedad podía acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en las personas que alcanzaban la madurez… modificaciones tan profundas, que incluso llegaban a afectar a la forma del cráneo. En ese caso, la cosa ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría de una enfermedad. De todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difícil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre ellos.
Dijo además que estaba convencido de que había individuos más repugnantes que los que se veían por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares. Se oían cosas la mar de raras. Decían que las casas del puerto se comunicaban entre sí mediante una serie de subterráneos secretos, y que el barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué clase de sangre les corría por las venas, si es que les corría alguna. Cuando llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solían ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos.
Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un viejo que vivía en el asilo de la salida del pueblo, y que solía pasear por las calles próximas al parque de bomberos. Este venerable personaje, Zadok Allen, tenía noventa y seis años y estaba algo tocado de la cabeza, además de ser el borrachín del pueblo. Era un individuo huidizo y extraño que siempre miraba de soslayo como si temiese algo. Estando sereno, no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz de rechazar cualquier invitación y, una vez bebido, contaba las historias más asombrosas del mundo.
De todos modos, pocos datos útiles podría sacar de él, ya que no decía más que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente desequilibrada. Nadie le creía, pero a los de Innsmouth no les gustaba verle beber y charlar con extraños. No era prudente que le vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurías que corrían por ahí provenían de él.
Es cierto que algunos habitantes de Innsmouth que procedían de otras localidades afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del viejo Zadok, unidas a la deformidad de los habitantes, eran suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Ninguno de los forasteros que vivían en el pueblo se atrevía a salir de noche. Se decía que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras.
Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de pescado era casi increíble; de todos modos, en Innsmouth se obtenía menos beneficio cada día. Los precios bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero negocio del pueblo era la refinería, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos portales más allá. El viejo Marsh nunca se dejaba ver. A veces se veía pasar su automóvil con las cortinillas echadas.
Corría toda suerte de rumores acerca de la transformación que había sufrido el viejo Marsh. En sus tiempos había sido siempre muy atildado y se decía que vestía aún una elegante levita de tiempos del rey Eduardo, aunque se la habían tenido que adaptar a ciertas deformidades. Al principio dirigían sus hijos la oficina de la plaza, pero últimamente se habían retirado de la vida pública, dejando el peso del negocio a la generación más joven. Tanto ellos como sus hermanas habían sufrido un cambio muy extraño, especialmente los mayores, y se decía que estaban muy mal de salud.
Por lo visto, una de las hijas de Marsh era verdaderamente horrible. Según se decía, parecía un reptil. Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas fantásticas; hasta llevaba una tiara del mismo estilo que la del museo, por lo que me dijo el muchacho. El mismo se la había visto en la cabeza más de una vez. Sin duda provenía de algún tesoro escondido por los piratas o los demonios. Los curas -o los pastores, o como se les llamase a esos extraños sacerdotes- usaban también tiaras de ese tipo. Pero rara vez se les veía. Me confesó que él no había visto más que una, la de la muchacha, aunque corría el rumor de que existían varias en la ciudad.
Además de los Marsh, había otras tres familias de elevada posición: los Waite, los Gilman y los Eliot. Todas eran gente retraída. Vivían en casas inmensas, a lo largo de Washington Street. Se decía que con ellos vivían secuestrados ciertos familiares que sufrían también horribles deformaciones y cuyo fallecimiento había sido certificado oficialmente.
Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho me dibujó un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiera orientarme. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo, No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que había visto, así que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me había trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allí si tenía ocasión de ello, y coger el autobús de las ocho para Arkham. A primera vista se notaba que el pueblo era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy sociólogo, de manera que limité mis observaciones a la arquitectura.
Empecé a buen paso mi recorrido sistemático por las sórdidas calles de Innsmouth. Después de cruzar el puente, me desvié hacia el fragor de los saltos de agua que había río abajo. Pasé junto a la refinería Marsh, de la que no salía ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la actual Plaza Mayor.
Volví a cruzar la garganta por el puente de Main Street, y desemboqué en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los tejados fundidos formaban una línea mellada y fantástica que se recortaba contra el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una antigua iglesia. En Main Street había algunas casas habitadas al parecer, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos edificios ruinosos y abandonados abrían sus ventanas como negras órbitas vacías sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio imponente. Tuve que armarme de valor para atravesar aquel lugar en dirección al puerto. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.
En Fish Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. Water Street era casi idéntica, salvo que tenía enormes espacios despejados en el lado de la mar, donde antes hubo muelles y embarcaderos, hoy hundidos. No se veía un alma, a excepción de los escasos pescadores del lejano espigón. Sólo se oían los blandos lametones de las olas en el puerto, y el rumor lejano de los saltos del Manuxet. Una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Water Street. El otro, el de Fish Street, estaba en ruinas según el plano.
Al otro lado del río encontré indicios de cierta actividad: manufacturas de preparación y embalaje del pescado, algunas chimeneas humeantes, techumbres reparadas, ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las gentes aquí tenían más acentuada su deformidad que las del centro. Varias veces me recordaron, de manera confusa, algo tremendo y grotesco que no conseguí identificar. Evidentemente, la proporción de sangre extranjera era en éstos mayor que en los de los demás barrios, a no ser que la «pinta de Innsmouth» fuese una enfermedad, en cuyo caso debía estar causando estragos en este sector. De cuando en cuando también se oían crujidos, carreras presurosas, ruidos extraños y roncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no les había escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de sus voces.
Después de detenerme a contemplar las dos iglesias -hermosas, aunque ya en ruinas- de Main y de Church Street, apreté el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio marinero. A continuación, mi objetivo debería haber sido lógicamente el templo de New Church Green, pero sin saber bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta había vislumbrado la fugaz silueta de aquel extraño sacerdote con tiara. Además, el muchacho de la tienda me había advertido que las iglesias, lo mismo que el local de la Orden da Dagon, no eran lugares aconsejables para forasteros.
Por consiguiente, continué por Main Street hasta Martin Street, luego tomé la dirección opuesta a la mar; crucé Federal Street por arriba de Green Street, y me interné en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Washington, Lafayette y Adams Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenían un pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su primitiva dignidad.
Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veía alguna vivienda habitada. En Washington Street había una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos -rodeado de parterres inmensos que se extendían a todo lo largo de la calle, hasta Lafayette Street-, debía de ser la casa del viejo Marsh, el infortunado propietario de la refinería.
En ninguna de estas calles encontré alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos en Innsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanecían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecían generales en esta extraña ciudad de silencio y de muerte. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento me vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás.
Me sacudió un escalofrío al oír los tres toques de la campana cascada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo por Washington Street hacia el río, fui a parar a una zona que antiguamente debió de ser industriosa y comercial. Frente a mí se alzaban las ruinas de una factoría, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde yo estaba.
A la entrada del puente había un cartel que prohibía el paso, pero me arriesgué y pasé otra vez a la orilla sur, donde volví a tropezarme con individuos furtivos de torpe andar que me miraban con disimulo. También se volvieron hacia mí otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y desconfianza. Innsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcí por Paine Street y me encaminé hacia la Plaza con la esperanza de coger algún vehículo que me llevara a Arkham, para no esperar hasta la salida del siniestro autobús.
Fue entonces cuando descubrí el cochambroso parque de bomberos y encontré al viejo -cara colorada, hirsuta la barba, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos indescriptibles- sentado en un banco allí enfrente y hablando con un par de bomberos mal vestidos, aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podía ser otro que Zadok Allen, el chiflado bebedor cuyos relatos sobre Innsmouth tenían fama de espantosos e increíbles.
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