La marca de la bestia - Rudyard Kipling



Sus dioses y mis dioses… ¿acaso
sabemos, ustedes o yo, quiénes son
más poderosos?
Proverbio indígena

Al Este de Suez —dicen algunos— el control de la Providencia termina; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de Asia, y la Iglesia de Inglaterra solo ejerce una supervisión ocasional y moderada en el caso de un súbdito británico. Esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en la India; puede hacerse extensible a mi relato.

Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe más sobre los indígenas de la India de lo que es prudente, puede dar testimonio de la veracidad de los hechos. Dumoise, nuestro doctor, también vio lo que Strickland y yo vimos. Sin embargo, la conclusión que extrae es incorrecta. Él está muerto ahora; murió en circunstancias harto singulares, que han sido descritas en otra parte.

Cuando Fleete llegó a la India poseía un algo de dinero y algunas tierras en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades le fueron legadas por un tío, y, de hecho, vino aquí para explotarlas. Era un hombre alto, pesado, afable e inofensivo. Su conocimiento de los indígenas era, naturalmente, limitado, y se quejaba de las dificultades del lenguaje. Bajó a caballo desde sus posesiones en las montañas para pasar el Año Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. En Nochevieja se celebró una gran cena en el club, y la velada —como es natural— transcurrió convenientemente regada con alcohol. Cuando se reúnen hombres procedentes de los rincones más apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un tanto bulliciosa. Había bajado de la Frontera un contingente de Catch—em—alive O’s, hombres que no habían visto veinte rostros blancos durante un año y que estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el Fuerte más cercano, a riesgo de regalar el estómago con una bala Khyberee en lugar de sus bebidas habituales.

Desde luego, se aprovecharon bien de esta nueva situación de seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que encontraron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con el marcador entre los dientes. Media docena de plantadores habían llegado del Sur y se dedicaban a engatusar al Mayor Mentiroso de Asia, que intentaba superar todos sus embustes al mismo tiempo. Todo el mundo estaba allí, y allí se dio un estrechamiento de filas general y se hizo recuento de nuestras bajas, en muertos o mutilados, que se habían producido durante el año. Fue una noche muy mojada, y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies en la Copa del Campeonato de Polo, las cabezas entre las estrellas, y que juramos que todos seríamos buenos amigos. Después, algunos partieron y anexionaron Birmania, otros trataron de abrir brecha en el Sudán y sufrieron un descalabro frente a los Fuzzies en aquella cruel refriega de los alrededores de Suakim; algunos obtuvieron medallas y estrellas, otros se casaron, lo que no deja de ser una tontería, y otros hicieron cosas peores, mientras el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras cadenas y luchamos por conseguir riquezas a fuerza de experiencias insatisfactorias.

Fleete comenzó la velada con jerez y bitters, bebió champagne a buen ritmo hasta los postres, que fueron acompañados de un capri seco, sin mezclar, tan fuerte y áspero como el whisky; tomó Benedictine con el café, cuatro o cinco whiskys con soda para aumentar su tanteo en el billar, cervezas y dados hasta las dos y media, y acabó con brandy añejo. En consecuencia, cuando salió del club, a las tres y media de la madrugada, bajo una helada, se enfureció con su caballo porque sufría ataques de tos, e intentó subirse a la montura de un salto. El caballo se escapó y se dirigió a los establos, de modo que Strickland y yo formamos una guardia de deshonor para conducirle a casa. El camino atravesaba el bazar, cerca de un pequeño templo consagrado a Hanuman, el Dios—Mono, que es una divinidad principal, digna de respeto. Todos los dioses tienen buenas cualidades, del mismo modo que las tienen todos los sacerdotes. Personalmente le concedo bastante importancia a Hanuman y soy amable con sus adeptos… los grandes monos grises de las montañas. Uno nunca sabe cuando puede necesitar a un amigo. Había luz en el templo, y al pasar junto a él, escuchamos las voces de unos hombres que entonaban himnos. En un templo indígena los sacerdotes se levantan a cualquier hora de la noche para honrar a su dios. Antes de que pudiéramos detenerlo, Fleete subió corriendo las escaleras, propinó unas patadas en el trasero a dos sacerdotes y apagó solemnemente la brasa de su cigarro en la frente de la imagen de piedra roja de Hanuman. Strickland intentó sacarlo a rastras, pero Fleete se sentó y dijo solemnemente:

—¿Veis eso? La marca de la B… bessstia. Yo la he hecho. ¿No es hermosa?

En menos de un minuto el templo se llenó de vida, y Strickland, que sabía lo que sucede cuando se profana a los dioses, declaró que podría ocurrir cualquier desgracia. En virtud de su situación oficial, de su prolongada residencia en el país y de su debilidad por mezclarse con los indígenas, era muy conocido por los sacerdotes y no se sentía feliz. Fleete se había sentado en el suelo y se negaba a moverse. Dijo que el «viejo Hanuman» sería una almohada confortable.

En ese instante, sin previo aviso, un Hombre de Plata salió de un nicho situado detrás de la imagen del dios. Estaba totalmente desnudo, a pesar del frío cortante, y su cuerpo brillaba como plata escarchada, pues era lo que la Biblia llama: un leproso tan blanco como la nieve. Además, no tenía rostro, pues se trataba de un leproso con muchos años de enfermedad y el mal había corrompido su cuerpo. Strickland y yo nos detuvimos para levantar a Fleete, mientras el templo se llenaba a cada instante con una muchedumbre que parecía surgir de las entrañas de la tierra; entonces, el Hombre de Plata se deslizó por debajo de nuestros brazos, produciendo un sonido exactamente igual al maullido de una nutria, se abrazó al cuerpo de Fleete y le golpeó el pecho con la cabeza sin que nos diera tiempo a arrancarle de sus brazos. Después se retiró a un rincón y se sentó, maullando, mientras la multitud bloqueaba las puertas. Los sacerdotes se habían mostrado verdaderamente encolerizados hasta el momento en que el Hombre de Plata tocó a Fleete. Esta extraña caricia pareció tranquilizarlos.

Al cabo de unos minutos, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland y le dijo en perfecto inglés:

—Llévate a tu amigo. Él ha terminado con Hanuman, pero Hanuman no ha terminado con él.

La muchedumbre nos abrió paso y sacamos a Fleete al exterior. Strickland estaba muy enfadado. Decía que podían habernos acuchillado a los tres, y que Fleete debía dar gracias a su buena estrella por haber escapado sano y salvo.

Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba magníficamente borracho. Continuamos nuestro camino; Strickland caminaba silencioso y airado, hasta que Fleete cayó presa de un acceso de estremecimientos y sudores. Dijo que los olores del bazar eran insoportables, y se preguntó por qué demonios autorizaban el establecimiento de esos mataderos tan cerca de las residencias de los ingleses.

—¿Es que no sentís el olor de la sangre? —dijo.

Por fin conseguimos meterle en la cama, justo en el momento en que despuntaba la aurora, y Strickland me invitó a tomar otro whisky con soda. Mientras bebíamos, me habló de lo sucedido en el templo y admitió que le había dejado completamente desconcertado. Strickland detestaba que le engañaran los indígenas, porque su ocupación en la vida consistía en dominarlos con sus propias armas. No había logrado todavía tal cosa, pero es posible que en quince o veinte años obtenga algunos pequeños progresos.

—Podrían habernos destrozado —dijo—, en lugar de ponerse a maullar. Me pregunto qué es lo que pretendían. No me gusta nada este asunto. Yo dije que el Consejo Director del Templo entablaría una demanda criminal contra nosotros por insultos a su religión. En el Código Penal indio existe un artículo que contempla precisamente la ofensa cometida por Fleete. Strickland dijo que esperaba y rogaba que lo hicieran así. Antes de salir eché un vistazo al cuarto de Fleete y le vi tumbado sobre el costado derecho, rascándose el pecho izquierdo. Por fin, a las siete en punto de la mañana, me fui a la cama, frío, deprimido y de mal humor.

A la una bajé a casa de Strickland para interesarme por el estado de la cabeza de Fleete. Me imaginaba que tendría una resaca espantosa. Su buen humor le había abandonado, pues estaba insultando al cocinero porque no le había servido la chuleta poco hecha. Un hombre capaz de comer carne cruda después de una noche de borrachera es una curiosidad de la naturaleza. Se lo dije a Fleete y él se echó a reír:

—Criáis extraños mosquitos en estos parajes —dijo—. Me han devorado vivo, pero solo en una parte.

—Déjame echar un vistazo a la picadura —dijo Strickland—. Es posible que haya bajado desde esta mañana.

Mientras se preparaban las chuletas, Fleete abrió su camisa y nos enseñó, justamente bajo el pecho izquierdo, una marca, una reproducción perfecta de los rosetones negros (las cinco o seis manchas irregulares ordenadas en círculo) que se ven en la piel de un leopardo. Strickland la examinó y dijo:

—Esta mañana era de color rosa. Ahora se ha vuelto negra.

Fleete corrió hacia un espejo.

—¡Por Júpiter! —dijo—. Esto es horrible. ¿Qué es?

No pudimos contestarle. En ese momento llegaron las chuletas, sangrientas y jugosas, y Fleete devoró tres de la manera más repugnante. Masticaba solo con las muelas de la derecha y ladeaba la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo que desgarraba la carne. Cuando terminó, se dio cuenta de lo extraño de su conducta, pues dijo a manera de excusa:

—Creo que no he sentido tanta hambre en mi vida.

Después del desayuno, Strickland me dijo:

—No te vayas. Quédate aquí; quédate esta noche.

Como mi casa se encontraba a menos de tres millas de la de Strickland, esta petición me parecía absurda. Pero Strickland insistió, y se disponía a decirme algo, cuando Fleete nos interrumpió declarando con aire avergonzado que se sentía hambriento otra vez. Strickland envió un hombre a mi casa para que me trajeran la ropa de cama y un caballo, y bajamos los tres a los establos para matar el tiempo. El hombre que siente debilidad por los caballos jamás se cansa de contemplarlos; y cuando dos hombres que comparten esta debilidad están dispuestos a matar el tiempo de esta manera, intercambiarán a buen seguro una importante cantidad de conocimientos y mentiras.

Había cinco caballos en los establos, y jamás olvidaré la escena que se produjo cuando los examinarlos. Se habían vuelto locos. Se encabritaron y relincharon, y estuvieron a punto de romper las cercas; sudaban, temblaban, echaban espumarajos por la boca y parecían enloquecidos de terror. Los caballos de Strickland le conocían tan bien como sus perros, lo que hacía el suceso aún más extraño. Salimos del establo por miedo de que los animales se precipitaran sobre nosotros en su pánico. Entonces Strickland volvió sobre sus pasos y me llamó. Los caballos estaban asustados todavía, pero nos dieron muestras de cariño y nos permitieron acariciarles, e incluso apoyaron sus cabezas sobre nuestros pechos.

—No tienen miedo de nosotros —dijo Strickland—. ¿Sabes? Daría la paga de tres meses por que Outrage pudiera hablar en este momento.

Pero Outrage permanecía mudo, y se contentaba con arrimarse amorosamente a su amo y resoplar por el hocico, como suelen hacer los caballos cuando quieren decir algo. Fleete vino hacia nosotros mientras estábamos en las caballerizas, y en cuanto le vieron los caballos, el estallido de terror se repitió con renovadas fuerzas. Todo lo que pudimos hacer fue escapar de allí sin recibir ninguna coz. Strickland dijo:

—No parece que te aprecien demasiado, Fleete.

—Tonterías —dijo Fleete—. Mi yegua me seguirá como un perro.

Se dirigió hacia ella, que ocupaba una cuadra separada; pero en el momento en que descorrió la tranca de la cerca, la yegua saltó sobre él, le derribó y salió al galope por el jardín. Yo me eché a reír, pero Strickland no lo encontraba nada divertido. Se llevó los dedos al bigote y tiró de él con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancárselo. Fleete, en lugar de salir corriendo detrás de su propiedad, bostezó y dijo que tenía sueño. Después fue a la casa para acostarse, una estúpida manera de pasar el día de Año Nuevo. Strickland se sentó a mi lado en los establos y me preguntó si había advertido algo extraño en los modales de Fleete. Le contesté que comía como una bestia, pero que este hecho podía ser una consecuencia de su vida solitaria en las montañas, apartado de una sociedad tan refinada y superior como la nuestra, por poner un ejemplo. Strickland seguía sin encontrarlo divertido. No creo que me escuchara siquiera, porque su siguiente frase aludía a la marca sobre el pecho de Fleete, y afirmó que podía haber sido causada por moscas vesicantes, a menos que fuera una marca de nacimiento que se hiciera visible ahora por primera vez. Estuvimos de acuerdo en que no era agradable a la vista, y Strickland aprovechó la ocasión para decirme que yo era un ingenuo.

—No puedo explicarte lo que pienso en este momento, —dijo— porque me tomarías por loco; pero es necesario que te quedes conmigo unos días, si es posible. Necesito tu ayuda para vigilar a Fleete, pero no me digas lo que piensas hasta que haya llegado a una conclusión.

—Pero tengo que cenar fuera esta noche —dije.

—Yo también, —dijo Strickland— y Fleete. A menos que haya cambiado de opinión.

Salimos a dar un paseo por el jardín, fumando, pero sin decir nada hasta que terminamos nuestras pipas. Después fuimos a despertar a Fleete. Estaba ya levantado y se paseaba nervioso por la habitación.

—Quiero más chuletas —dijo—. ¿Puedo conseguirlas?

Nos reímos y dijimos:

—Ve a cambiarte. Los caballos estarán preparados en un minuto.

—Muy bien —dijo Fleete—. Iré cuando me hayan servido las chuletas… poco hechas, si es posible.

Parecía decirlo serio. Eran las cuatro en punto y habíamos desayunado a la una; durante un buen rato reclamó aquellas chuletas poco hechas. Después se puso las ropas de montar a caballo y salió a la terraza. Su yegua no le dejó acercarse. Los tres animales se mostraban intratables y finalmente Fleete dijo que se quedaría en casa y que pediría algo de comer. Strickland y yo salimos a montar a caballo, confusos. Al pasar por el templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió y maulló a nuestras espaldas.

—No es uno de los sacerdotes regulares del templo —dijo Strickland—. Creo que me gustaría ponerle las manos encima.

No hubo saltos en nuestra galopada por el hipódromo aquella tarde. Los caballos estaban cansados y se movían como si hubieran participado en una carrera.

—El miedo que han pasado después del desayuno no les ha sentado nada bien —dijo Strickland.

Ése fue el único comentario que hizo durante el resto del paseo. Una o dos veces, creo, juró para sus adentros; pero eso no cuenta. Regresamos a las siete. Había anochecido ya y no se veía ninguna luz en el bungalow.

—¡Qué descuidados son los bribones de mis sirvientes! —dijo Strickland.

Mi caballo se espantó con algo que había en el paseo de coches, y, de pronto, Fleete apareció bajo su hocico.

—¿Qué estás haciendo, arrastrándote por el jardín? —dijo Strickland.

Pero los dos caballos se encabritaron y casi nos tiraron al suelo. Desmontamos en los establos y regresamos con Fleete, que se encontraba a cuatro patas bajo los arbustos.

—¿Qué demonios te pasa? —dijo Strickland.

—Nada, nada en absoluto —dijo Fleete, muy deprisa y con voz apagada—. He estado practicando jardinería, estudiando botánica, ¿sabéis? El olor de la tierra es delicioso. Creo que voy a dar un paseo, un largo paseo… toda la noche.

Me di cuenta entonces de que había algo demasiado extraño en todo esto y le dije a Strickland:

—No cenaré fuera esta noche.

—¡Dios te bendiga! —dijo Strickland— Vamos, Fleete, levántate. Cogerás fiebre aquí fuera. Ven a cenar, y encendamos las luces. Cenaremos todos en casa.

Fleete se levantó de mala gana y dijo:

—Nada de lámparas… nada de lámparas. Es mucho mejor aquí. Cenemos en el exterior, y pidamos algunas chuletas más… muchas chuletas, y poco hechas… sangrientas y con cartílago.

Una noche de diciembre en el norte de la India es implacablemente fría, y la proposición de Fleete era la de un demente.

—Vamos adentro —dijo Strickland con severidad—. Vamos adentro inmediatamente.

Fleete entró, y cuando las lámparas fueron encendidas, vimos que estaba literalmente cubierto de barro, de la cabeza a los pies. Debía de haber estado rodando por el jardín. Se asustó de la luz y se retiró a su habitación. Sus ojos eran horribles de contemplar. Había una luz verde detrás de ellos, no en ellos, si puedo expresarlo así, y el labio inferior le colgaba con flaccidez. Strickland dijo:

—Creo que vamos a tener problemas… grandes problemas… esta noche. No te cambies tus ropas de montar.

Esperamos y esperamos a que Fleete volviera a aparecer, y durante ese tiempo ordenamos que trajeran la cena. Pudimos oírle ir y venir por su habitación, pero no había encendida ninguna luz allí. De pronto, surgió de la habitación el prolongado aullido de un lobo. La gente escribe y habla a la ligera de sangre que se hiela y de cabellos erizados, y otras cosas del mismo tipo. Ambas sensaciones son demasiado horribles para tratarlas con frivolidad. Mi corazón dejó de latir, como si hubiera sido traspasado por un cuchillo, y Strickland se puso tan blanco como el mantel. El aullido se repitió y, a lo lejos, a través de los campos, otro aullido le respondió.

Esto alcanzó la cima del horror. Strickland se precipitó en el cuarto de Fleete. Yo le seguí; entonces vimos a Fleete a punto de saltar por la ventana. Producía sonidos bestiales desde el fondo de la garganta. Era incapaz de respondernos cuando le gritamos. Escupía.

Apenas recuerdo lo que sucedió a continuación, pero creo que Strickland debió de aturdirle con el sacabotas, de lo contrario, no habría sido capaz de sentarme sobre su pecho. Fleete no podía hablar, tan solo gruñía, y sus gruñidos eran los de un lobo, no los de un hombre. Su espíritu humano debía de haber escapado durante el día y muerto a la caída de la noche. Estábamos tratando con una bestia, una bestia que alguna vez había sido Fleete. El suceso se situaba más allá de cualquier experiencia humana y racional. Intenté pronunciar la palabra Hidrofobia, pero la palabra se negaba a salir de mis labios, pues sabía que estaba engañándome. Amarramos a la bestia con las correas de cuero; atamos juntos los pulgares de las manos y los pies, y le amordazamos. Después lo transportamos al comedor y enviamos un hombre para que buscara a Dumoise, el doctor, y le dijera que viniese inmediatamente. Una vez que hubimos despachado al mensajero y tomado aliento, Strickland dijo:

—No servirá de nada. Éste no es un caso para un médico.

Yo sospechaba que estaba en lo cierto.

La cabeza de la bestia se encontraba libre y la agitaba de un lado a otro. Si una persona hubiera entrado a la habitación en ese momento, podría haber creído que estábamos curando una piel de lobo. Ése era el detalle más repugnante de todos.

Strickland se sentó con la barbilla apoyada en el puño, contemplando cómo se retorcía la bestia en el suelo, pero sin decir nada. La camisa había sido desgarrada en la refriega y ahora aparecía la marca negra en forma de roseta en el pecho izquierdo. Sobresalía como una ampolla. En el silencio de la espera escuchamos algo, en el exterior, que maullaba como una nutria hembra. Ambos nos incorporamos, y yo me sentí enfermo, real y físicamente enfermo. Nos convencimos el uno al otro de que se trataba del gato.

Llegó Dumoise, y nunca había visto a este hombre mostrar una sorpresa tan poco profesional. Dijo que era un caso angustioso de hidrofobia y que no había nada que hacer. Cualquier medida paliativa no conseguiría más que prolongar la agonía. La bestia echaba espumarajos por la boca. Fleete, como le dijimos a Dumoise, había sido mordido por perros una o dos veces. Cualquier hombre que posea media docena de terriers debe esperar un mordisco un día u otro. Dumoise no podía ofrecernos ninguna ayuda. Solo podía certificar que Fleete estaba muriendo de hidrofobia.

La bestia aullaba en ese momento, pues se las había arreglado para escupir el calzador. Dumoise dijo que estaría preparado para certificar la causa de la muerte, y que el desenlace final estaba cercano. Era un buen hombre, y se ofreció para permanecer con nosotros; pero Strickland rechazó este gesto de amabilidad. No quería envenenarle el día de Año Nuevo a Dumoise. Únicamente le pidió que no hiciera pública la causa real de la muerte de Fleete. Así pues, Dumoise se marchó profundamente alterado; y tan pronto como se apagó el ruido de las ruedas de su coche, Strickland me reveló, en un susurro, sus sospechas. Eran tan fantásticamente improbables que no se atrevía a formularlas en voz alta; y yo, que compartía las sospechas de Strickland, estaba tan avergonzado de haberlas concebido que pretendí mostrarme incrédulo.

—Incluso en el caso de que el Hombre de Plata hubiera hechizado a Fleete por mancillar la imagen de Hanuman, el castigo no habría surtido efecto de forma tan fulminante.

Según murmuraba estas palabras, el grito procedente del exterior de la casa se elevó de nuevo, y la bestia cayó otra vez presa de un paroxismo de estremecimientos, que nos hizo temer que las correas que le sujetaban no resistieran.

—¡Espera! —dijo Strickland— Si esto sucede seis veces, me tomaré la justicia por mi mano. Te ordeno que me ayudes.

Entró en su habitación y regresó en unos minutos con los cañones de una vieja escopeta, un trozo de sedal de pescar, una cuerda gruesa y el pesado armazón de su cama. Le informé de que las convulsiones habían seguido al grito en dos segundos en cada ocasión y que la bestia estaba cada vez más débil.

—¡Pero él no puede quitarle la vida! —murmuró Strickland— ¡No puede quitarle la vida!

Yo dije, aunque sabía que estaba arguyendo contra mi mismo:

—Tal vez sea un gato. Si el Hombre de Plata es el responsable, ¿por qué no se atreve a venir aquí?

Strickland atizó los trozos de madera de la chimenea, colocó los cañones de la escopeta entre las brasas, extendió el bramante sobre la mesa y rompió un bastón en dos. Había una yarda de hilo de pescar, ató los dos extremos en un lazo. Entonces dijo:

—¿Cómo podemos capturarlo? Debemos atraparlo vivo y sin dañarlo.

Yo respondí que debíamos confiar en la Providencia y avanzar sigilosamente entre los arbustos de la parte delantera de la casa. El hombre o animal que producía los gritos estaba, evidentemente, moviéndose alrededor de la casa con la regularidad de un vigilante nocturno. Podíamos esperar en los arbustos hasta que se aproximara y dejarlo sin sentido. Strickland aceptó esta sugerencia; nos deslizamos por una ventana del cuarto de baño a la terraza, cruzamos el camino de coches y nos internamos en la maleza.

A la luz de la luna pudimos ver al leproso, que daba la vuelta por la esquina de la casa. Estaba totalmente desnudo, y de vez en cuando maullaba y se paraba a bailar con su sombra. Realmente era una visión muy poco atractiva y, pensando en el pobre Fleete, reducido a tal degradación por un ser tan abyecto, abandoné todos mis escrúpulos y resolví ayudar a Strickland: desde los ardientes cañones de la escopeta hasta el lazo de bramante —desde los riñones hasta la cabeza y de la cabeza a los riñones—, con todas las torturas que fueran necesarias.

El leproso se paró un momento enfrente del porche y nos abalanzamos sobre él. Era sorprendentemente fuerte y temimos que pudiera escapar o que resultase fatalmente herido antes de capturarlo. Teníamos la idea de que los leprosos eran criaturas frágiles, pero quedó demostrado que tal idea era errónea. Strickland le golpeó en las piernas, haciéndole perder el equilibrio, y yo le puse el pie en el cuello. Maulló espantosamente, e incluso, a través de mis botas de montar, podía sentir que su carne no era la carne de un hombre sano. El leproso intentaba golpearnos con los muñones de las manos y los pies. Pasamos el látigo de los perros alrededor de él, bajo las axilas, y le arrastramos hasta el recibidor y después hasta el comedor, donde yacía la bestia. Allí le atamos con correas de maleta. No hizo tentativas de escapar, pero maullaba. La escena que sucedió cuando le confrontamos con la bestia sobrepasa toda descripción. La bestia se retorció en un arco, como si hubiera sido envenenada con estricnina, y gimió de la forma más lastimosa. Sucedieron otras muchas cosas, pero no pueden ser relatadas aquí.

—Creo que tenía razón —dijo Strickland—. Ahora le pediremos que ponga fin a este asunto.

Pero el leproso solo maullaba. Strickland se enrolló una toalla en la mano y sacó los cañones de la escopeta de fuego. Yo hice pasar la mitad del bastón a través del nudo del hilo de pescar y amarré al leproso al armazón de la cama. Comprendí entonces cómo pueden soportar los hombres, las mujeres y los niños el espectáculo de ver arder a una bruja viva; porque la bestia gemía en el suelo, y aunque el Hombre de Plata no tenía rostro, se podían ver los horribles sentimientos que pasaban a través de la losa que tenía en lugar de cara, exactamente como las ondas de calor pasan a través del metal al rojo vivo… como los cañones de la escopeta, por ejemplo.

Strickland se tapó los ojos con las manos durante unos instantes y comenzamos a trabajar. Esta parte no debe ser impresa.

Comenzaba a romper la aurora cuando el leproso habló. Sus maullidos no nos habían satisfecho. La bestia se había debilitado y la casa estaba en completo silencio. Desatamos al leproso y le dijimos que expulsara al espíritu maléfico. Se arrastró al lado de la bestia y puso su mano sobre el pecho izquierdo. Eso fue todo. Después cayó de cara contra el suelo y gimió, aspirando aire de forma convulsiva. Observamos la cara de la bestia y vimos que el alma de Fleete regresaba a sus ojos. Después, el sudor bañó su frente, y sus ojos se cerraron. Esperamos durante una hora, pero Fleete continuaba durmiendo. Le llevamos a su habitación y ordenamos al leproso que se fuera, dándole el armazón de la cama, la sábana para que cubriera su desnudez, los guantes y las toallas con las que le habíamos tocado, y el látigo que había rodeado su cuerpo. El leproso se envolvió con la sábana y salió a la temprana mañana sin hablar ni maullar. Strickland se enjugó la cara y se sentó. Un gong nocturno, a lo lejos, en la ciudad, marcó las siete.

—¡Veinticuatro horas exactamente! —dijo Strickland— Y yo he hecho suficientes méritos para asegurar mi destitución del servicio, sin contar mi internamiento a perpetuidad en un asilo para dementes. ¿Crees que estamos despiertos?

Los cañones al rojo vivo de la escopeta habían caído al suelo y estaban chamuscando la alfombra. El olor era completamente real. Aquella mañana, a las once, fuimos a despertar a Fleete. Lo examinamos y vimos que la roseta negra de leopardo había desaparecido de su pecho. Parecía soñoliento y cansado, pero tan pronto como nos vio dijo:

—¡Oh! ¡El diablo los lleve, amigos! Feliz Año Nuevo. No mezcléis jamás vuestras bebidas. Estoy medio muerto.

—Gracias por tus buenos deseos, pero vas un poco atrasado —dijo Strickland—. Estamos en la mañana del dos de enero. Has estado durmiendo mientras el reloj daba una vuelta completa.

La puerta se abrió, y el pequeño Dumoise asomó la cabeza. Había venido a pie, y se imaginaba que estábamos amortajando a Fleete.

—He traído una enfermera —dijo Dumoise—. Supongo que puede entrar para… para lo que sea necesario.

—¡Claro que sí! —dijo Fleete, con alegría— Tráenos a tus enfermeras.

Dumoise enmudeció. Strickland lo sacó fuera de la habitación y le explicó que debía de haber habido un error en el diagnóstico. Dumoise permaneció mudo y abandonó la casa precipitadamente. Consideraba que su reputación profesional había sido injuriada y se inclinaba a tomar la recuperación como una afrenta personal. Strickland salió también. Al regresar dijo que había sido convocado al Templo de Hanuman para ofrecer una reparación por la ofensa infligida al dios, y que le habían asegurado solemnemente que ningún hombre blanco había tocado jamás al ídolo, y que Fleete era una encarnación de todas las virtudes equivocadas.

—¿Qué piensas? —dijo Strickland.

Contesté:

—Hay más cosas…

Pero Strickland odiaba esta frase. Dijo que yo la había gastado de tanto usarla. Sucedió otra cosa bastante curiosa, que llegó a causarme tanto miedo como los peores momentos de aquella noche. Cuando Fleete terminó de vestirse, entró en el comedor y olfateó. Tenía una manera un tanto singular de mover la nariz cuando olfateaba.

—¡Qué horrible olor a perro hay aquí! —dijo— Realmente deberías tener esos terriers en mejor estado. Inténtalo con azufre, Strick.

Pero Strickland no respondió. Se agarró al respaldo de una silla y, sin previo aviso, cayó presa de un sorprendente ataque de histeria. En ese momento me vino a la cabeza la idea de que nosotros habíamos luchado por el alma de Fleete contra el Hombre de Plata en esa misma habitación, y que nos habíamos deshonrado para siempre como ingleses, y entonces me eché a reír, a jadear y gorgotear tan vergonzosamente como Strickland, mientras Fleete creía que nos habíamos vuelto locos. Jamás le contamos lo que había sucedido. Algunos años después, cuando Strickland se había casado y era un miembro de la sociedad que asistía a los actos religiosos para complacer a su mujer, examinamos el incidente de nuevo, desapasionadamente, y Strickland me sugirió que podía hacerlo público. Por lo que a mí se refiere, no veo que este paso sea apropiado para resolver el misterio; porque, en primer lugar, nadie dará crédito a esta historia tan desagradable, y, en segundo lugar, todo hombre de bien sabe perfectamente que los dioses de los paganos son de piedra y bronce, y que cualquier intento de tratarlos de otra manera será justamente condenado.

FIN

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