Por: Robert Bloch
«¿Edgar Allan Poe podría vender sus historias si escribiera hoy en día? Esta es una pregunta que por mucho tiempo ha intrigado a editores, autores, lectores y críticos de fantasía. Es una pregunta que he buscado responder de la única manera posible… escribiendo una historia de Poe de la manera que el mismo Poe podría haberla escrito. No pretendo tener un décimo de su talento o un décimo de su genio... pero me he propuesto deliberadamente, en la medida de lo posible recrear su estilo. Los estudiosos de Poe reconocerán mi deliberada inclusión de frases y porciones de La Caída de la Casa Usher, y el lector casual las descubrirá con bastante facilidad. El resultado es, yo creo, una «historia de Poe» en un sentido más bien único y especial... y uno que me dio un gran placer de escribir como tributo a la figura a la cual yo, como cualquier otro escritor de fantasía, le estoy en deuda.»
(Robert Bloch)
Durante la totalidad de un nublado, oscuro y silencioso día en el otoño del año, cuando las nubes colgaban opresivamente bajas en el cielo, yo había estado pasando solo, en automóvil, a través de una región particularmente lúgubre del campo, y finalmente me encontré a mí mismo, mientras las sombras de la noche avanzaban, a la vista de mi destino.
Admiré la escena frente a mí (la casa misma y las simples características del paisaje de la región, las paredes descoloridas, las ventanas como ojos vacíos, algunos juncos tupidos y unos pocos troncos blancos de árboles podridos) con un sentimiento de absoluta confusión mezclada con abatimiento. Me pareció como si alguna vez antes hubiera visitado este sitio, o leído acerca de él, quizá, en algún cuento frecuentemente reexaminado. Y sin embargo, ciertamente no podría ser así, ya que sólo tres días habían transcurrido desde que había conocido a Launcelot Canning y recibido una invitación para visitarlo en su residencia de Maryland.
Las circunstancias en las que conocí a Canning eran simples; yo había asistido a un encuentro de bibliófilos en Washington y le fui presentado por un amigo mutuo. Una conversación casual dio lugar a la discusión absorbente e interesada cuando él descubrió mi obsesión con las obras de fantasía. Al enterarse de que yo me encontraba en vacaciones viajando sin itinerario fijo, Canning me apremió para que me convirtiera en su huésped por un día y para examinar, a mi gusto, su inusual exhibición de objetos de recuerdo.
—Siento, desde nuestra conversación, que tenemos mucho en común —me dijo—. Para que lo sepa, señor, en mi amor a la fantasía no me inclino ante nadie. Es un gusto que tal vez heredé de mi padre y de su padre antes que él, junto con sus considerables adquisiciones de ese género. No dudo que usted se verá gratificado con lo que estoy preparado para mostrarle, ya que con la debida modestia, me permito designarme a mí mismo como el coleccionista más destacado del mundo de las obras de Edgar Allan Poe.
Confieso que su invitación como tal no me cautivó, ya que no respaldo al adorador del héroe literario o al coleccionista erudito como tipo. Poseo un más que pasajero interés en los cuentos de Poe, pero mi interés no se extiende al punto de indagar en qué fecha exacta el Sr. Poe decidió dejarse crecer un bigote, ni me interesaría excesivamente la oportunidad de examinar varios pelos preservados de semejante apéndice hirsuto.
Así que fue más bien la persona y personalidad de Launcelot Canning mismo lo que me motivó a aceptar su ofrecimiento de hospitalidad. Ya que el hombre que propuso convertirse en mi anfitrión podría él mismo haber salido de las páginas de un cuento de Poe. Su modo de hablar, como me he esforzado por indicar, estaba caracterizado por una cortés arrogancia tan frecuentemente ejemplificada en los héroes de Poe… y más allá de toda certeza, su apariencia confirmaba el parecido.
Launcelot Canning tenía la cadavérica complexión, los grandes, líquidos y luminosos ojos, los finos labios curvados, la nariz delicadamente modelada, la barbilla finamente moldeada, y el cabello oscuro similar a telarañas de un típico protagonista de Poe.
Fue este fenómeno el que incitó mi aceptación y lo que me indujo a viajar a su propiedad de Maryland la cual, ahora me doy cuenta, en sí misma manifestaba una cualidad Poe-ética propia, inherente en las imágenes de los juncos grises, las espantosas ramas de los árboles, y las ventanas como ojos vacíos de la mansión de la melancolía. Lo único que le faltaba era un estanque y un foso… y mientras me preparaba para entrar a la vivienda, medio esperaba encontrar allí dentro los techos tallados, los oscuros tapices, los pisos de ébano y los fantasmagóricos trofeos heráldicos tan vivamente descriptos por el autor de Cuentos de lo Grotesco y lo Arabesco.
Tampoco, al entrar al hogar de Launcelot Canning, me encontré demasiado decepcionado en mis expectativas. Fiel tanto a la atmosférica cualidad de la decrépita mansión como a mis propios fantásticos presentimientos, la puerta fue abierta en respuesta a mis golpes por un valet que me condujo, en silencio, a través de oscuros e intrincados pasillos hasta el estudio de su amo.
El cuarto en el que me hallé era muy amplio y de gran altura. Las ventanas eran largas, estrechas y puntiagudas y se hallaban a una distancia tan grande del negro piso de roble como para ser en conjunto inaccesibles desde el interior. Tenues destellos de luz teñida de carmesí se abrían paso a través de los cristales entramados, y servían para hacer que los objetos más prominentes se distinguieran lo suficiente; el ojo, sin embargo, luchaba en vano para tratar de alcanzar los más remotos ángulos de la cámara o los recovecos de los techos abovedados y ornamentados con líneas. Oscuros tapices colgaban desde lo alto de las paredes. El moblaje en general era numeroso, incómodo, antiguo y andrajoso. Muchos libros e instrumentos musicales yacían dispersos por el lugar, pero fracasaban en otorgarle alguna vitalidad a la escena.
En lugar de eso, hacían más clara esa peculiar cualidad de casi recuerdo; era como si me encontrara una vez más, luego de una prolongada ausencia, en un escenario familiar. He leído, he imaginado, he soñado o en realidad he contemplado antes este escenario.
A mi entrada, Launcelot Canning se levantó de un sofá en el cual había estado tendido y me saludó con una vivaz calidez que tenía mucho en ella, pensé en un principio, de exagerada cordialidad.
Sin embargo su tono, mientras hablaba del objeto de mi visita, de su ardiente deseo de verme y del placer que esperaba que yo le ofreciera en una discusión de nuestros mutuos intereses, pronto disipó mi equivocada idea.
Launcelot Canning me dio la bienvenida con el extasiado entusiasmo de un coleccionista nato… y llegué a darme cuenta que él era, de hecho, justamente eso. Ya que la colección de Poe que prontamente propuso develar ante mí era en realidad su patrimonio.
Al comienzo, reveló, el núcleo de la presente acumulación había comenzado con su abuelo, Christopher Canning, un respetado comerciante de Baltimore. Casi ochenta años antes había sido uno de los principales mecenas de las artes en su comunidad y como tal, tuvo en parte un papel decisivo en arreglar el traslado del cuerpo de Poe a la esquina sudeste del Cementerio Presbiteriano en las calles Fayette y Green, donde un adecuado monumento podría ser erigido. Este evento ocurrió en el año 1875 y fue unos pocos años antes de eso que Canning sentó las bases de la colección Poe.
—Gracias a su empeño —me informó su nieto—, hoy soy el afortunado poseedor de una copia de virtualmente cada espécimen de las obras publicadas de Poe. Si pasa por aquí —y me condujo a un apartado rincón del abovedado estudio, pasando los oscuros tapices, a una estantería que se elevaba remotamente hacia el sombrío techo— me complacerá corroborar esa afirmación. Aquí hay una copia de Al Aaraaf, Tamerlán y otros Poemas en la edición de 1829 y aquí hay una edición aún anterior de Tamerlán y otros Poemas de 1827. La edición de Boston, la cual, como usted indudablemente sabe, está valuada hoy en 15.000 dólares. Puedo asegurarle que el Abuelo Canning no se separó de semejante suma a fin de apoderarse de esta rareza.
Exhibió los volúmenes con un aire que mezclaba el orgullo y la codicia, lo cual es a menudo característico del coleccionista y que de ningún modo debe confundirse ni con el esnobismo literario o con la avaricia corriente. Percatándome de esto, permanecí impaciente mientras él exhibía más tesoros: copias del Philadelphia Saturday Courier que contenían relatos tempranos, volúmenes encuadernados de The Messenger durante el período de Poe como editor, la Graham's Magazine, ediciones del New York Sun y el New York Mirror ostentando, respectivamente, El Camelo del Globo y El Cuervo, y archivos de The Gentleman's Magazine. Subiendo a una pequeña escalera de biblioteca, me bajó la edición de Lea y Blanchard de Cuentos de lo Grotesco y lo Arabesco, el Primer Libro del Conquiliólogo, el Eureka de Putnam y, finalmente, el librillo de papel publicado en 1943 y vendido a doce centavos y medio, titulado Los Poemas en Prosa de Edgar A. Poe: una baratija insignificante conteniendo dos historias y que hoy se cotiza en $50,000.
Canning me informó de este último dato y, de hecho, siguió haciendo comentarios sobre cada artículo que presentaba. No había duda de que era tanto un erudito como un coleccionista de Poe, y sus palabras informaban sobre los andrajosos especímenes del Broadway Journal y el Godey's Lady's Book con una singular fascinación no necesariamente inherente a las poco convincentes hojas de sus contenidos.
—Tengo una gran deuda con la obsesión del Abuelo Canning —observó, bajando de la escalera y reuniéndose conmigo frente a los estantes—. No es del todo una violación a la confianza admitir que su interés en Poe alcanzó el punto de una obsesión, y quizá eventualmente el de una absoluta manía. El conocimiento, ¡ay!, me temo que es de propiedad pública. A comienzos de los setentas él construyó esta casa, y estoy bastante seguro que usted ha sido lo suficientemente observador para notar que en sí misma es casi una réplica de una típica mansión al estilo de Poe. Este era su estudio, y era aquí donde acostumbraba a estudiar con detenimiento los libros, las cartas y los numerosos recuerdos de la vida de Poe.
»Qué impulsó a un comerciante retirado a dedicarse tan fanáticamente a un pasatiempo, no puedo decirlo. Baste con decir que virtualmente se retiró del mundo y de todos los demás intereses normales. Mantuvo una voluminosa y extensa correspondencia con ancianos hombres y mujeres que habían conocido a Poe durante su vida, hizo peregrinajes a Fordham, envió a sus agentes a West Point, a Inglaterra y Escocia y a virtualmente cada lugar en el cual Poe hubiera puesto su pie durante su vida. Adquirió cartas y recuerdos como regalos, los compró y, me temo, los robó, si ningún otro medio de adquirirlos resultaba viable.
Launcelot Canning sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Todo esto le suena extraño? Le confieso que alguna vez yo también lo hallé casi increíble, como el fragmento de una novela. Ahora, tras haber pasado años aquí, he perdido mi propia objetividad.
—Sí, es extraño —respondí—. Pero, ¿está usted seguro que no hubo alguna oscura razón personal para el interés de su abuelo? ¿Conoció a Poe de niño o estuvo asociado con alguno de sus amigos? ¿Había quizá una lejana relación no revelada?
Al mencionar la última palabra, Canning se sobresaltó visiblemente y un estremecimiento de agitación se extendió por su semblante.
—¡Ah! —exclamó— Allí expresa usted mi propia convicción más íntima. Una relación… seguramente debe haber habido alguna, estoy moralmente, instintivamente seguro que el Abuelo Canning sentía o sabía que se encontraba relacionado a Edgar Poe por lazos de sangre. Ninguna otra cosa podría explicar su fuerte interés inicial, su defensa continua de Poe en las controversias literarias de la época y su período final de melancolía en un mundo de engaño e ilusión.
»Y sin embargo él nunca pronunció una afirmación o hizo una denuncia en papel… y yo he buscado en vano en la colección de cartas la más mínima pista.
»Es curioso que usted haya adivinado tan pronto una sospecha sostenida no sólo por mí mismo sino también por mi padre. Él era sólo un niño en la época de la muerte de mi Abuelo Canning, pero las circunstancias del caso dejaron una profunda impresión en su naturaleza sensible. A pesar de haber sido retirado de inmediato de esta casa y llevado a la casa de los parientes de su madre en Baltimore, no perdió tiempo en regresar tras entrar en posesión de su herencia apenas llegado a la madurez. Afortunadamente, encontrándose en posesión de una considerable renta, fue capaz de dedicar su vida entera a ampliar la investigación. El nombre de Arthur Canning es conocido aún en el mundo de la crítica literaria, pero por alguna razón él prefirió continuar su erudito análisis de la carrera de Poe en la intimidad.Creo que esta preferencia fue dictada por una sensibilidad interior; que él estaba empeñado en desenterrar alguna información que pudiera probar el parentesco de su padre, el suyo y para el caso, el mío propio con Edgar Poe.
—¿Dice que su padre también era un coleccionista? —lo insté.
—Una afirmación que estoy preparado para respaldar —replicó mi anfitrión, mientras me conducía a otro rincón del estudio amortajado de sombras—. Pero primero, ¿aceptaría un vaso de vino?
Él llenó, no vasos sino verdaderos jarros, de una gran garrafa y brindamos el uno por el otro con silencioso aprecio. Quizá sea innecesario que comente que el vino era un fino Amontillado, añejo.
—Ahora, pues —dijo Launcelot Canning—, la especial competencia de mi padre en la investigación de Poe consistía en la acumulación y estudio de cartas.
Abriendo una serie de grandes cajas o gavetas debajo de los estantes, extrajo archivo tras archivo de folios de papel encerado y en el espacio de la siguiente media hora examiné la correspondencia de Edgar Poe, cartas a Henry Herring, al Doctor Snodgrass, Sarah Shelton, James P. Moss, Elizabeth Poe, misivas a la Sra. Rockwood, Helen Whitman, Anne Lynch, John Pendleton Kennedy, notas a la Sra. Richmond, a John Allan, a Annie, a su hermano Henry, una profusión de documentos, una verdadera cornucopia epistolar.
Durante el transcurso de mi examen mi anfitrión aprovechó la ocasión para volver a cargar nuestros jarros con vino y el intoxicante trago comenzó a hacer efecto, ya que no habíamos comido y yo ni siquiera había pensado en la comida, tan absorto estaba en las amarillentas páginas que iluminaban el pasado de Poe.
Aquí había ingenio, erudición, crítica literaria; aquí estaban las confundidas efusiones sentimentales de una mente perdida en la bebida y la desesperación; aquí estaba el borrador del proyecto de un cuento, los fragmentos de un poema; aquí estaba un lastimero grito de liberación y una apología a la belleza viviente; aquí estaba una respuesta digna a una carta de reclamo y un pronunciamiento editorial para un admirador; aquí había amor, odio, orgullo, rabia, serenidad celestial, penitencia abyecta, autoridad, maravilla, resolución, gozo y melancolía que enfermaba el alma.
Aquí estaba el talentoso orador, el borracho tartamudeante, el esposo amoroso, el amante desesperado, el editor orgulloso, el pobre indigente, el grandioso soñador, el andrajoso realista, el investigador científico, el ingenuo metafísico, el hijastro dependiente, el espíritu libre y sin límites, el escritorzuelo, el poeta, el enigma que fue Edgar Allan Poe.
Nuevamente los jarros se llenaron y vaciaron.
Bebí profundamente con mis labios y con mis ojos aún más profundamente..
Por primera vez el verdadero entusiasmo de Launcelot Canning se comunicó a mis propias sensibilidades… adiviné la eterna fascinación hallada en la consideración de Poe el escritor y Poe el hombre; él que escribió la Tragedia, vivió la Tragedia, fue la Tragedia; él que escribió el Misterio, vivió y murió en el Misterio y que hoy se alza sobre la escena literaria como el Misterio encarnado.
Y como un Misterio permaneció Poe, a pesar del cuidadoso estudio de las cartas realizado por Arthur Canning.
—Mi padre no aprendió nada —me confió mi anfitrión— aún cuando reunió, como puede ver aquí, una colección como para deleitar el corazón de un Mabbott o un Quinn. Así que su búsqueda se extendió. Para esa época yo era lo bastante mayor como para compartir tanto sus intereses como sus pesquisas. Venga.
Y me condujo hacia un cofre ornamentado que descansaba bajo las ventanas contra la pared oeste del estudio.
Arrodillándose, abrió la cerradura del repositorio y luego extrajo, en una rápida y maravillosa sucesión, una serie de objetos, cada uno de los cuales hacía alarde de una íntima conexión con la vida de Poe.
Había souvenirs de su juventud y de su época escolar en otras partes (un libro que usó durante su estancia en West Point), recuerdos de sus días como crítico teatral en la forma de programas teatrales, una pluma usada durante su período editorial, un abanico del que alguna vez fue dueña su esposa-niña, Virginia, un broche de la Sra. Clemm, una profusión de objetos incluyendo artículos tan diversos como un juego de pañuelos para el cuello y, bastante curiosamente, la maltratada y manchada flauta de Poe.
Volvimos a beber y reconozco que el vino era potente. El semblante de Canning permanecía cadavéricamente pálido, pero, por otra parte, había una especie de loca hilaridad en sus ojos, una evidente histeria contenida en toda su conducta. A la larga, de la dispersa pila de curiosidades, acabé extrayendo y examinando una cajita de características nada extraordinarias, tras lo cual me vi obligado a preguntar por su historia y qué papel había jugado en la vida de Poe.
—¿En la vida de Poe?
Un visible estremecimiento convulsionó los rasgos de mi anfitrión, luego pasó rápidamente a transformarse en una mueca, un rictus de diversión.
—Esta cajita, y usted notará cómo, por cierto designio del destino o forzada coincidencia, tiene una semejanza con la caja que él mismo concibió y describió en su cuento Berenice, esta cajita está relacionada con su muerte, más que con su vida. Es, de hecho, la misma caja que mi abuelo Christopher Canning abrazaba con fuerza contra su pecho cuando lo hallaron caído por allí.
Otra vez el estremecimiento, otra vez la mueca.
—Pero quédese. Aún no le he contado los detalles. Quizá le interesaría ver el lugar en que Christopher Canning sufrió el ataque; ya le he contado de su locura, pero no hice más que sugerir la índole de sus desvaríos. Usted ha sido paciente conmigo, más que paciente. Su comprensión será recompensada, ya que percibo que se le pueden confiar por completo los hechos.
Qué otras revelaciones estaba Canning preparado para hacer, no podría decirlo, pero su actitud era tal que bastaba para inspirar una vaga ansiedad e inquietud en mi pecho.
Tras advertir mi inquietud rió brevemente y apoyó una mano sobre mi hombro.
—Venga, esto podría interesarle como aficionado a la fantasía —dijo—. Pero primero, otro trago para acelerar nuestro viaje.
Sirvió, bebimos, y entonces nos condujo desde esa cámara abovedada, por los silenciosos pasillos, por la escalera y por los recovecos más profundos del edificio hasta que alcanzamos lo que parecía una mazmorra, con su piso y el interior de un largo pasaje abovedado cuidadosamente revestidos de cobre. Nos detuvimos frente a una maciza puerta de hierro. Nuevamente expermenté en el aspecto de esta escena un elemento evocativo de reconocimiento o recuerdo.
La intoxicación de Canning era tal que malinterpretó (o eligió malinterpretar) mi reacción.
—No tiene porqué temer —me aseguró—. Nada ha ocurrido aquí desde aquel día, hace casi setenta años atrás, cuando sus sirvientes lo descubrieron tendido frente a esta puerta, con la cajita fuertemente apretada contra su pecho; caído y en un estado de delirio del cual nunca salió. Por seis meses se consumió, un desesperado maníaco delirando salvajemente, desde el mismo momento en que lo descubrieron hasta el momento en que murió, balbuceando sus visiones del caballo gigantesco, la agrietada casa derrumbándose dentro del estanque, el gato negro, el pozo, el péndulo, el cuervo sobre el busto pálido, el corazón palpitante, los dientes nacarados y la semilíquida masa de repugnante, detestable putrefacción de la cual emanaba una voz.
»No fue eso lo único que balbuceó —me confió Canning,y aquí su voz se hundió en un susurro que reverberó a través del corredor revestido de cobre y contra la puerta de hierro—. Él insinuó otras cosas mucho peores que la fantasía; de una horrorosa realidad sobrepasando a todos los espectros de Poe. Por primera vez mi padre y los sirvientes se enteraron del propósito del cuarto que había construido más allá de esta puerta de hierro… y se enteraron también de lo que Christopher Canning había hecho para establecer su título como el principal coleccionista de Poe del mundo.
»Luego volvió a balbucear de la muerte de Poe, treinta años antes, en mil ochocientos cuarenta y nueve, del entierro en el Cementerio Presbiteriano y del traslado del ataúd en mil ochocientos setenta y cuatro a la esquina donde se había erigido el monumento. Como le conté y se sabía en ese entonces, mi abuelo había desempeñado un papel público impulsando ese traslado. Pero entonces nos enteramos de la parte privada, nos enteramos de que había un monumento y una tumba, pero no un ataúd en la tierra que había debajo del supuesto lugar de descanso de Poe. El ataúd reposaba ahora en el cuarto secreto al extremo de este corredor. Es por esa razón que el cuarto, la casa misma, habían sido construidos.
»Se lo digo, él había robado el cuerpo de Edgar Allan Poe, y tal como lo gritó a toda voz en su locura final, ¿no lo convertía eso, de hecho, en el coleccionista más grande de Poe?
»Su objetivo final nunca fue develado, pero mi padre hizo un significativo descubrimiento, la cajita apretada contra el pecho de Christopher Canning contenía una porción de los huesos desmenuzados, el auténtico polvo que era todo lo que quedaba del cadáver de Poe.
Mi anfitrión se estremeció y dio la vuelta. Me condujo a lo largo de ese pasillo del horror, escaleras arriba, al estudio. Silenciosamente, llenó nuestros jarros y yo bebí tan apresuradamente, tan profundamente, tan desesperadamente como él.
—¿Qué podía hacer mi padre? Confesar la verdad serviría para crear un escándalo público. Él optó en cambio por mantenerse en silencio; por dedicar su propia vida a estudiar en retiro. Naturalmente la conmoción lo afectó profundamente; según sé él nunca entró al cuarto que hay más allá de la puerta de hierro y, de hecho, yo no supe del cuarto o sus contenidos hasta la hora de su muerte... y no fue sino hasta algunos años más tarde que yo mismo encontré la llave entre sus pertenencias. Pero yo hallé la llave y la historia fue inmediata y completamente corroborada. ¡Ahora yo soy el coleccionista más grande de Poe... ya que él yace en la mazmorra de abajo, mi eterno trofeo!
Esta vez yo serví el vino. Mientras lo hacía, noté por primera vez la inminencia de una tormenta, la impetuosa furia de sus ráfagas sacudiendo las ventanas y los ecos de sus truenos rodando y retumbando por los corredores carcomidos por el tiempo de la vieja casa .
La salvaje, excesiva vivacidad con que mi anfitrión escuchaba (o aparentaba escuchar) esos sonidos no me tranquilizaba para nada... ya que su reciente revelación me llevó a sospechar de su cordura.
Que el cuerpo de Edgar Allan Poe había sido robado, que esta mansión había sido construida para hospedarlo, que se encontraba ciertamente guardado como una reliquia en una cripta de abajo, que abuelo, padre y nieto habían morado aquí solos, apartados, esclavizados a un secreto sepulcral, estaba más allá de la convicción racional. Y aún así, rodeado ahora por la noche y la tormenta, en un entorno arrancado de la propias fantasías frenéticas de Poe, no podía estar seguro. Aquí el pasado seguía vivo, el mismísimo espíritu de los relatos de Poe exhalaba su corrupción sobre la escena.
Mientras el trueno resonaba, Launcelot Canning buscó la flauta de Poe y, ya sea en desafío a la tormenta o como un burlón acompañamiento, él tocó; soplándola con ebria persistencia, con espectral atonalidad, con una estridencia que destrozaba los nervios. Al chillido de ese infernal instrumento, el trueno añadía un contrapunto de carcajadas.
Incómodo, indeciso e inquieto, me retiré hacia las sombras de las estanterías en el extremo más alejado del cuarto y distraídamente repasé los títulos de una fila de antiguos tomos. Aquí estaba la Quiromancia de Robert Fludd, el Directorium Inquisitorum, un raro y curioso libro in quarto gótico que era el manual de una iglesia olvidada; e indeciso entre los volúmenes de investigación seudocientífica, especulación teológica y varios incunables, hallé títulos que hicieron que me detuviera y horrorizara. El De Vermis Mysteriis y el Liber Eibon, tratados de demonología, de brujería, de hechicería, deteriorándose lentamente en sus encudernaciones deshechas. Los libros eran viejos pero no estaban polvorientos. Habían sido leídos…
—¿Los ha leído?
Fue como si Canning adivinara mis más profundos pensamientos. Él había dejado a un lado su flauta y se había acercado a mí, lanzando risitas como en un permanente ebrio desafío a la tormenta. Extraños ecos y estampidos sonaron a través de los largos corredores de la casa y curiosos sonidos chirriantes amenazaron con ahogar sus palabras y su risa.
—¿Los ha leído? —repitió Canning—. Yo los estudio. Sí, yo también he ido más lejos que mi abuelo y que mi padre. Fui yo quien consiguió los libros que poseían la clave y fui yo quien halló la clave. Una clave más difícil de descubrir y más importante que la llave de la bóveda de abajo. A menudo me pregunto si el mismo Poe tuvo acceso a estos mismos tomos, si supo los mismos secretos. Los secretos de la tumba… y de lo que yace más allá; y de lo que puede ser invocado si uno posee la clave.
Se alejó a los tropezones y regresó con vino.
—Beba —dijo—. Beba por la noche y la tormenta.
Rechacé el vaso ofrecido.
—Suficiente —dije—, debo partir.
¿Fue mi imaginación o vi que el miedo congelaba sus facciones? Canning atenazó mi brazo y exclamó.
—¡No, quédese conmigo! ¡Esta no es una noche en la cual estar solo, le juro que no soporto el pensamiento de estar solo, ya no soporto más estar solo!
Sus incoherentes balbuceos se mezclaron con el trueno y los ecos, retrocedí y lo confronté.
—Contrólese —le aconsejé—. Confiese que esto es un engaño, una elaborada impostura preparada para complacer sus caprichos.
—¿Engaño? ¿Impostura? Quédese y se lo probaré más allá de toda duda —y diciendo esto, Launcelot Canning se agachó y abrió un pequeño cajón ubicado en la pared por debajo y a un lado de las estanterías—. Esto debería compensarlo por su interés en mi historia y en Poe —murmuró—. Sepa que es usted la primera persona, aparte de mí mismo, que vislumbra estos tesoros.
Me pasó un fajo de manuscritos en sencillo papel blanco; documentos escritos con una tinta curiosamente similar a la que había advertido cuando leía las cartas de Poe. Las páginas estaban abrochadas juntas en grupos y por un momento sólo repasé los títulos.
—El Gusano de Medianoche, por Edgar Poe —leí en voz alta—. La Cripta —exhalé—. Y aquí, Las Nuevas Aventuras de Arthur Gordon Pym —y en mi agitación estuve a punto de dejar caer las preciosas páginas—. ¿Son estos lo que parecen ser… los cuentos inéditos de Poe?
Mi anfitrión hizo una reverencia.
—Sin publicar, sin descubrir, desconocidos, excepto para mí… y para usted.
—Pero esto no puede ser —protesté—. Seguramente debe haber habido una mención de ellos en alguna parte, en la propias cartas de Poe o en las de sus contemporáneos. Debe haber habido alguna pista, una indicación, en alguna parte, en algún lugar, de alguna manera.
El trueno se mezcló con mis palabras y el trueno hizo eco en la respuesta a gritos de Canning.
—¿Se atreve a presumir una impostura? ¡Entonces compare! —volvió a agacharse y sacó un folio encerado de cartas—. Tome, ¿no es esta la auténtica escritura de Edgar Poe? Mire la caligrafía de la carta, luego la de los manuscritos. ¿Puede usted decir que no fueron escritas por la mismísima mano?
Miré la escritura; me maravillé ante las posibilidades de una falsificación de un monomaníaco. ¿Podría Launcelot Canning, una víctima de desorden mental, simular de manera tan minuciosa la mano de Poe?
—¡Lea, entonces! —gritó Canning a través del trueno—. ¡Lea y atrévase a decir que esos cuentos fueron escritos por alguien más que Edgar Poe, cuyo genio desafía la corrupción del Tiempo y el Gusano Conquistador!
Leí una línea o dos, sosteniendo el manuscrito de más arriba cerca de mi ojos que se esforzaban bajo la oscilante luz de la vela; pero incluso con la parpadeante iluminación noté lo que me relató la única, incontrovertible verdad. Ya que el papel, el papel curiosamente no amarillento, poseía una visible marca de agua; el nombre de una firma de bien conocidas papelerías y la fecha… 1949.
Haciendo a un lado el fajo me esforcé para recobrar la compostura mientras me apartaba de Launcelot Canning. Ya que ahora sabía la verdad; sabía que, cien años después de la muerte de Poe, una semblanza de su espíritu aún vivía en la distorsionada alma de Canning. Encarnación, reencarnación, llámenlo como quieran; Canning era, en su propia mente irracional, Edgar Allan Poe.
Los ecos ahogados y apagados del trueno que venían desde una remota porción de la mansión se entremezclaban con el inaudible bullir de mi propia confusión interna, al tiempo que me volvía y me dirigía precipitadamente a mi anfitrión.
—¡Confiese! —exclamé—. ¿No es verdad que usted ha escrito estos cuentos, imaginándose a sí mismo como la encarnación de Poe? ¿No es verdad que sufre usted de un singular delirio nacido de la soledad y de su eterna preocupación acerca del pasado; que usted ha alcanzado una fase caracterizada por la convicción de que Poe aún vive en su propia persona?
Lo invadió un fuerte estremecimiento y una sonrisa enfermiza tembló en sus labios al tiempo que respondía:
—¡Tonto! Le digo que he dicho la verdad. ¿Puede dudar de la evidencia de sus sentidos? ¡Esta casa es real, la colección de Poe existe y las historias existen… existen, lo juro, tan ciertamente como el cuerpo que yace en la cripta de abajo!
Levanté la cajita de la mesa y quité a tapa.
—No es así —le contesté—. Usted dijo que su abuelo fue encontrado con la caja apretada contra su pecho, frente a la puerta de la bóveda, y que contenía el polvo de Poe. Sin embargo no puede eludir el hecho de que la caja está vacía —lo enfrenté furiosamente—. Admítalo, la historia es una invención, una novela. El cuerpo de Poe no yace bajo esta casa, ni estas son sus obras inéditas, escritas durante su vida y ocultas.
—Bastante cierto —la sonrisa de Canning era increíblemente espantosa—. El polvo desapareció porque lo tomé y lo usé… porque en la obras de hechicería hallé las fórmulas, los arcanos por medio de los cuales pude levantar la carne, recrear el cuerpo desde las sales esenciales de la tumba. Poe no yace debajo de esta casa… ¡él vive! ¡Y los relatos son sus obras póstumas!
Acentuadas por el trueno, sus palabras se estrellaron contra mi consciencia.
—¡Ese fue el objetivo último de mi planeación, de mis estudios, de mi trabajo, de mi vida! ¡Levantar, por medio de hechicería, el auténtico espíritu de Edgar Poe de la tumba, revestido y animado en la carne, ponerlo a morar y soñar y hacer su trabajo otra vez en las cámaras secretas que construí en las bóvedas de abajo… y eso es lo que hice! ¡Robar un cuerpo no es más que una broma macabra; lo mío es el logro de un verdadero genio!
La clara, hueca, metálica y estruendosa, aunque aparentemente amortiguada reverberación acompañando sus palabras hizo que se girara en su asiento y enfrentara la puerta del estudio, de manera que yo no pude ver lo que ocurría con su rostro… ni él pudo leer mi propia reacción a sus desvaríos.
Sus palabras llegaron débilmente a mis oídos a través del trueno que sacudió la casa con una implacable garra; el viento que hacía vibrar las ventanas y temblar la llama de las velas del gran candelabro de plata envió un suspiro que se elevó en un angustiado acompañamiento a su discurso.
—Se lo mostraría, pero no me atrevo; ya que él me odia tanto como odia la vida. Lo he encerrado en la bóveda, solo, ya que los resucitados no tienen necesidad de comida ni bebida. Y se sienta allí, la pluma moviéndose sobre el papel, moviéndose eternamente, volcando eternamente la maligna esencia de todo lo que supuso y sugirió en vida y lo que aprendió en la muerte. ¿No ve la trágica desgracia de mi aprieto? Busqué alzar su espíritu de entre los muertos, entregarle otra vez su genio al mundo… y sin embargo estos cuentos, estos trabajos, están cargados y llenos de un terror que no puede resistirse. ¡No pueden ser mostrados al mundo, él no puede ser mostrado al mundo; al traer de vuelta al muerto he traído de vuelta los frutos de la muerte!
***
Los ecos volvieron a sonar mientras me desplazaba hacia la puerta… impulsado, lo confieso, por el deseo de escapar de esta maldita casa y su maldito dueño.
Canning atenazó mi mano, mi brazo, mi hombro.
—¡No puede irse! —gritó por sobre la tormenta—. Hablé de su escape, pero, ¿no lo adivinó? ¿No lo escucha a través del trueno… el rechinar de la puerta?
Lo empujé a un lado y trastabilló volcando el candelabro, de modo que las llamas lamieron el alfombrado.
—¡Espere! —gritó—. ¿No ha escuchado sus pasos en la escalera? ¡Loco, le digo que ahora él está parado tras la puerta!
Una ráfaga de viento, un fragor de llamas, un velo de humo se elevaron juntos a nuestro alrededor. Abriendo de par en par los inmensos paneles antiguos que Canning señalara, me tambaleé dentro del pasillo.
Hablo de viento, de llamas, de humo… suficientes para oscurecer toda visión. Hablo de los gritos de Canning y de truenos lo bastante fuertes como para ahogar todo sonido. Hablo de terror nacido del odio y de una desesperación suficiente como para destrozar mi cordura.
A pesar de esas cosas, nunca podré borrar de mi consciencia… aquello que contemplé cuando escapé pasando la puerta y por el corredor.
Allí tras la puerta estaba parada una figura alta y velada; una figura demasiado familiar, de rasgos pálidos, con una frente alta y abovedada, un bigote por sobre la boca. Mi breve visión sólo duró un instante, un instante durante el cual el hombre (el cadáver, la aparición, la alucinación, llámenlo como quieran) avanzó hacia el interior de la cámara y apretó con fuerza a Canning contra su pecho en un abrazo inquebrantable. Juntas, las dos figuras se tambalearon en dirección a las llamas, que se alzaron para ocultar para siempre la visión.
De esa cámara y de esa mansión huí aterrado. La tormenta aún desataba afuera toda su cólera y ahora el fuego llegaba para reclamar la casa de Canning para sí mismo.
Súbitamente una luz salvaje destelló a lo largo del camino frente a mí y me di vuelta para ver de dónde pudo haber venido un resplandor tan inusual… pero sólo eran las llamas, alzándose para consumir con sobrenatural esplendor la mansión, los secretos, del hombre que coleccionaba a Poe.
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