EL año 1815, se reunió en Viena la flor y nata de Europa: los espíritus más eruditos, los personajes más brillantes de la sociedad y los más capacitados diplomáticos. El Congreso acababa de terminar sus tareas.
Los emigrados realistas se disponían a tomar de nuevo posesión de sus castillos; los guerreros rusos a volver a sus hogares abandonados y los descontentos polacos a llevar a Cracovia su amor a la libertad, para guardarla bajo la triple y dudosa independencia que les habían arreglado entre el príncipe de Metternich, el príncipe de Hardenberg y el conde de Nesselrode.
Semejante al final de un baile animado, la reunión, aunque brillante, se reducía a un pequeño grupo de personas, escogidas a capricho, que, fascinadas por el encanto de las damas austríacas, diferían su partida.
Aquella alegre sociedad, de la que yo tomaba parte, se reunía dos veces por semana en el castillo de la princesa viuda de Schwarzenberg, a poca distancia de la ciudad, cerca de un lugar llamado Hitzing. Los exquisitos modales de la castellana, realzados por su graciosa amabilidad y la finura de su espíritu, hacían que la estancia en su residencia fuera en extremo agradable.
Las mañanas estaban consagradas a pasear; comíamos todos juntos, ya en el castillo, ya en los alrededores y por la tarde, sentados en torno a un hermoso fuego en la chimenea, nos entreteníamos contando historias. Estaba formalmente prohibido hablar de política, ya que todos nos sentíamos cansados de ella. Contábamos leyendas de nuestros países respectivos, o hablábamos de nuestros propios recuerdos.
Una noche, cuando cada uno había contado su historia y nuestros espíritus se hallaban bajo una extraña tensión, aumentada por la oscuridad y el silencio, el marqués de Urfé, viejo amigo muy querido por todos por su alegría juvenil y la manera picante que tenía de hablar de sus antiguos éxitos, aprovechó una pausa y tomó la palabra:
—Sus historias, señores —nos dijo— son asombrosas sin duda alguna, pero en mi opinión les falta algo esencial: me refiero a la autenticidad, puesto que no creo que ninguno de ustedes haya visto las cosas extraordinarias que acaban de contar, ni que pueda respaldarlas con su palabra de caballero.
No tuvimos más remedio que asentir y el anciano continuó, acariciándose el estómago:
—En cuanto a mí, sólo conozco una aventura de este género, pero es a la vez tan extraña, tan horrible y tan verídica que bastará para estremecer de espanto la imaginación de los más incrédulos. Yo he sido, desgraciadamente, testigo y actor al mismo tiempo y, aunque generalmente procuro no acordarme de lo acaecido, ahora lo contaré con mucho gusto, si las señoras me lo permiten.
El asentimiento fue unánime. Algunas miradas miedosas se posaron en las manchas luminosas que el fuego dibujaba en el parqué; el círculo se estrechó y todo el mundo se calló para escuchar la historia del marqués. Urfé tomó un poco de rapé, lo sorbió lentamente y empezó, en estos términos:
—Antes que nada, señoras mías, les pido perdón si en el curso de mi relato tengo que hablar de mis asuntos sentimentales más de lo que convendría a un hombre de mi edad; pero tengo que referirme a ellos para que se comprenda mi narración. Además, la falta de memoria es privilegio de la edad y será culpa suya, señoras, si viéndolas tan encantadoras, me siento tentado a olvidar que ya no soy joven. Les diré, pues, sin más preámbulos, que en el año 1756 yo estaba perdidamente enamorado de la duquesa de Gramont. Aquella pasión, que yo entonces creía profunda y eterna, no me daba punto de reposo ni de día ni de noche y la duquesa, como toda mujer bonita, se complacía, por coquetería, en avivar mi tormento. Tanto es así, que en un momento de despecho solicité y obtuve una misión diplomática cerca del Hospodar de Moldavia, que se hallaba en tratos con Versalles, acerca de asuntos que sería tan inútil como engorroso explicar. La víspera de mi marcha me presenté en casa de la duquesa. Me recibió con un aire menos burlón que de costumbre y me dijo, con una voz en la que se reflejaba cierto deje de emoción:
»Urfé, comete usted una locura. Pero como le conozco y sé que no volverá jamás sobre una decisión tomada, no le pido más que una cosa: Acepte esta crucecita como una prueba de mi amistad y llévela puesta hasta su vuelta. Es una reliquia de familia a la que atribuimos un gran valor.
»Con una galantería un poco fuera de lugar en aquel momento, besé no la reliquia, sino la mano que me la tendía y me colgué del cuello la cruz que aquí ven ustedes y que no me he quitado desde entonces.
»No las cansaré, señoras, con los detalles de mi viaje, ni con las observaciones que hice acerca de los húngaros y los serbios, ese pueblo pobre e ignorante, pero honrado y valiente que a pesar del vasallaje a que le sometían los turcos no había olvidado ni su dignidad ni su antigua independencia. Bastará con que les diga que, como había aprendido un poco de polaco cuando pasé una temporada en Varsovia, pronto comprendí el serbio, puesto que ambos idiomas, así como el ruso y el bohemio, no son, como saben ustedes bien, más que ramas de una misma lengua: la eslava.
»O sea que sabía lo suficiente, para hacerme comprender, cuando llegué a una ciudad cuyo nombre no hace al caso. Los habitantes de la casa en la cual iba a hospedarme estaban tan consternados que me asombró, tanto más cuanto que era domingo, día en que el pueblo serbio se entrega a fiestas como bailes, tiro con arcabuz, luchas, etcétera. Atribuí la actitud de mis huéspedes a una desgracia reciente e iba a retirarme cuando se acercó a mí un hombre de gran estatura, de unos treinta años, que me cogió de la mano.
»—Pase, pase, forastero —me dijo— y no se deje impresionar por nuestra tristeza; la comprenderá muy bien cuando sepa la causa.
»Entonces me contó que su padre, que se llamaba Gorcha, hombre de un carácter inquieto e irritable, se levantó un día de la cama y descolgó de la pared su arcabuz turco.
»—Hijos —les dijo a los dos que tenía, uno llamado Jorge y el otro Pedro—. Me voy a las montañas a unirme a los valientes que están dando caza a ese perro de Alibek. (Este era un bandido turco que llevaba mucho tiempo devastando el país). Esperadme durante diez días y si al décimo no he vuelto hacedme decir una misa de difuntos, puesto que habré muerto. Pero —añadió Gorcha— si (Dios os libre de ello) vuelvo después de los diez días cumplidos, no me dejéis entrar, por vuestra salud. Os ordeno que, en ese caso, olvidéis que soy vuestro padre y me atraveséis el corazón con una estaca de álamo, aunque diga y haga lo que quiera que sea, porque entonces yo seré un maldito vourdalak que vendrá a chuparos la sangre.
»Tengo que aclarar que los vourdalaks o vampiros de los pueblos eslavos, no son, en opinión de las gentes, más que cuerpos muertos que salen de sus tumbas para chupar la sangre de los vivos. Hasta aquí sus costumbres son las mismas que las de los demás vampiros, pero tienen una particularidad que los hace especialmente horribles y es que los vourdalaks, señoras mías, prefieren chupar la sangre de sus padres, parientes y amigos más allegados e íntimos, que, una vez muertos, se convierten en vampiros a su vez, de suerte que se dice que en Bosnia y Hungría hay pueblos enteros convertidos en vourdalaks.
»Con estos datos les será fácil comprender el efecto que las palabras de Gorcha produjeron en sus hijos. Los dos se echaron a sus pies y le suplicaron que les dejase ir en su lugar, pero por toda respuesta él les volvió la espalda y se alejó tarareando el estribillo de una vieja balada. Yo llegué al pueblo precisamente el día en que finalizaba el plazo fijado por Gorcha y pude comprender fácilmente la inquietud de los hijos.
»Era una familia buena y honesta. Jorge, el mayor, tenía los rasgos muy varoniles y marcados y parecía un hombre serio y resuelto; estaba casado y tenía dos hijos. Pedro era un guapo muchacho de dieciocho años; sus rasgos eran suaves y parecía el favorito de su hermana, llamada Sdenka, que podía pasar por el prototipo de la belleza eslava. Además de su gran belleza, tenía un vago parecido con la duquesa de Gramont, cosa que me atrajo desde el principio; tenía, sobre todo, en la frente, un rasgo característico que nunca he encontrado más que en ellas dos. Era algo que podía no gustar la primera vez que se veía, pero que atraía irresistiblemente en veces sucesivas.
»Sea que yo era muy joven, sea que el parecido, unido a un carácter original e ingenuo, fuera realmente irresistible, apenas hacía dos minutos que conocía a Sdenka cuando ya sentía hacia ella una simpatía tan viva que muy bien podía trocarse en un sentimiento más profundo si permanecía mucho tiempo en el pueblo.
»Estábamos todos reunidos delante de la casa ante una mesa provista de queso y jarras de leche. Sdenka hilaba, su cuñada preparaba la cena de los niños, que jugaban en la arena. Pedro, con una tranquilidad fingida, silbaba mientras limpiaba un yatagán o largo cuchillo turco. Jorge, de codos sobre la mesa, la cabeza entre las manos y el pensamiento ausente, devoraba el camino con los ojos, sin decir una palabra.
»En cuanto a mí, vencido por la tristeza general, contemplaba melancólicamente las nubes que encuadraban el fondo dorado del cielo y la silueta de un convento medio oculto entre un bosque de pinos.
»Aquel convento, lo supe más tarde, gozó de una gran celebridad en otros tiempos gracias a una imagen milagrosa de la Virgen que, según la leyenda, había sido transportada por los ángeles y depositada sobre un roble. Pero, a principios del siglo pasado, los turcos invadieron el país, saquearon el convento y degollaron a los monjes. Ahora no quedaba más que los muros y una capilla atendida por una especie de ermitaño que hacía los honores de las ruinas a los curiosos y daba posada a los peregrinos que iban, andando, de un santuario a otro y paraban unos días en el convento de la Virgen del Roble. Como ya les he dicho, fui enterándome de todo esto más adelante, porque aquella noche tenía otras cosas en qué pensar y no en la arqueología serbia. Como pasa muy a menudo cuando se deja libre la imaginación, empecé a pensar en las cosas pasadas, en mi infancia, en mi querida Francia que había abandonado por un país lejano y salvaje.
»Pensé en la duquesa de Gramont y, a qué negarlo, en otras contemporáneas de sus abuelas de ustedes, cuyas imágenes se deslizaban en mi corazón detrás de la de la encantadora duquesa.
»Tardé muy poco en olvidar a mis huéspedes y sus inquietudes.
»De pronto, Jorge rompió el silencio:
»—Mujer, ¿a qué hora se fue el viejo?
»—A las ocho —dijo la mujer—. Oí sonar la campana del convento.
»—Muy bien, ahora no pueden ser más de las siete y media. —Y se calló de nuevo, fijando los ojos, como antes, en el camino, que se adentraba en el bosque.
»Se me había olvidado decirles que cuando los serbios sospechan que alguien pueda ser un vampiro evitan llamarlo por su nombre y referirse a él directamente, porque sería como llamar a su tumba. Por eso Jorge desde hacía algún tiempo llamaba el viejo a su padre.
»Transcurrieron unos instantes de silencio. De pronto uno de los niños le dijo a Sdenka, tirándole del delantal:
»—¿Cuándo volverá el abuelo a casa, tía?
»Jorge le dio una bofetada, en respuesta a esa pregunta intempestiva.
»El niño se puso a llorar, su hermano dijo, en un tono de voz a la vez asombrado y miedoso:
»—¿Por qué nos prohíbe papá hablar del abuelo?
»Otra bofetada le cerró la boca; los dos niños lloraron a más y mejor y la familia se santiguó.
»El reloj del convento dio, lentamente, las ocho. Apenas sonó la primera campanada vimos una forma humana salir del bosque y acercarse a nosotros.
»—¡Es él! ¡Que Dios sea loado! —gritaron a la vez Pedro, Sdenka y su cuñada.
»—Dios nos tenga bajo su amparo —dijo Jorge solemnemente—. ¿Cómo saber si los diez días han pasado ya o no?
»Todos le miraron consternados. La figura humana seguía avanzando. Era un viejo con grandes mostachos de plata, la cara pálida y severa, que andaba pesadamente, apoyándose en un bastón. A medida que iba avanzando, Jorge se tornaba más y más sombrío. Cuando el recién llegado estuvo cerca de nosotros se paró y paseó la mirada por la familia. Sus ojos parecían no ver, tan empañados y hundidos en las cuencas estaban.
»—Bueno —dijo con voz hueca—. ¿No se levanta nadie para recibirme? ¿Qué significa este silencio? ¿No veis que vengo herido?
»Entonces me di cuenta de que el costado izquierdo del viejo estaba ensangrentado.
»—Ayude a su padre —dije a Jorge—. Y usted, Sdenka, debería prepararle algún cordial porque está a punto de desfallecer.
»—Padre —dijo Jorge, aproximándose a Gorcha—. Muéstreme la herida para que pueda lavarla un poco y curarla…
»Hizo ademán de abrirle el vestido, pero el viejo le empujó bruscamente y se tapó el costado con las manos.
»—¡Quita, torpe —gruñó—; me has hecho daño!
»—Pero está usted herido en el corazón —gritó Jorge, palideciendo—. Vamos, vamos; quítese el vestido, es necesario.
»El viejo se levantó de un salto.
»—¡Ocúpate de ti mismo! —dijo amenazadoramente—. ¡Maldito seas si me tocas!
»Pedro intervino.
»—¡Déjale! —dijo—. Ya ves que está sufriendo.
»—No le contraríes —añadió su mujer—. Ya sabes que jamás lo ha tolerado.
»En aquel momento vimos un rebaño que volvía de los pastos y venía hacia la casa, envuelto en una nube de polvo. Sea que el perro que lo acompañaba no hubiera reconocido a su amo, o por otro motivo cualquiera, en cuanto vio a Gorcha se paró en seco, con los pelos erizados y se puso a aullar, como si estuviera viendo algo sobrenatural.
»—¿Qué le pasa a ese perro? —dijo el viejo, cada vez más enfadado—. ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Soy, por ventura, un extraño en mi propia casa? ¿Tanto he cambiado en diez días pasados en las montañas que mis perros ya no me reconocen?
»—¿Lo has oído? —dijo Jorge a su mujer.
»—¿Qué?
»—Dice que los diez días ya han pasado.
»—No, puesto que llegó al término fijado.
»—Bueno, está bien; yo sabré lo que hay que hacer.
»Como el perro seguía aullando, Gorcha gritó:
»—¡Quiero que lo matéis!, ¿lo estáis oyendo?
«Jorge no dijo nada. Pedro se levantó, con los ojos llenos de lágrimas y cogiendo el arcabuz de su padre disparó contra el perro que rodó en el polvo.
»—Era mi perro favorito —murmuró Pedro en voz baja—. No comprendo que mi padre haya querido que lo matara.
»—Porque lo ha merecido —replicó Gorcha—. Vamos, empieza a hacer frío; quiero entrar en la casa.
«Mientras ocurría todo esto fuera, Sdenka había preparado para el viejo una taza de tisana compuesta de aguardiente con peras, miel y pasas, pero su padre lo rechazó con disgusto. La misma aversión demostró por el plato de cordero con arroz que le presentó Jorge y se fue a sentar en un rincón del hogar, murmurando entre dientes cosas ininteligibles.
»En el hogar ardía un fuego de pino que con su tembloroso resplandor iluminaba la cara del viejo, tan pálida y demacrada que sin aquella luz hubiera parecido la de un muerto. Sdenka fue a sentarse a su lado.
»—Padre —dijo—. No quiere usted tomar nada ni descansar. ¿Querría acaso contarnos sus aventuras en las montañas?
»La joven sabía que así tocaba una cuerda sensible de su padre, pues al viejo le agradaba hablar de guerras y luchas. Una extraña sonrisa apareció en sus labios, sin que los ojos perdiesen su adustez y acarició la encantadora cabellera rubia.
»—Sí, hija mía; sí, Sdenka, quiero contarte todo lo que me ha ocurrido en las montañas, pero será otro día, porque hoy estoy muy fatigado. Te diré, no obstante, que Alibek ya no existe, le he matado yo, con mis propias manos. ¡Y si alguno lo duda, he aquí la prueba!
»Deshizo una especie de hatillo que llevaba a la espalda y sacó una cabeza lívida y sangrante, a la cual, sin embargo, ganaba en palidez la suya propia. Todos nos volvimos horrorizados, mas el viejo se la dio a Pedro.
»—¡Toma —le dijo—, cuélgala sobre la puerta, para que todos los que pasen sepan que Alibek está muerto y que los caminos quedan limpios de bandidos, si exceptuamos a los jenízaros del Sultán!
»Pedro obedeció de mala gana.
»—Ahora comprendo —decía— por qué aullaba tanto el perro que he matado; olfateaba la carne muerta.
»—Sí, venteaba carne muerta —respondió Jorge, que había salido sin que nos apercibiéramos y volvía a entrar en aquel momento, trayendo algo que depositó en un rincón y que a mí me pareció una estaca.
»—Jorge —le dijo su mujer a media voz— supongo que no irás a…
»—¿Qué vas a hacer, hermano? —añadió Sdenka—. Pero no, no; tú no harás nada, ¿verdad?
»—¡Dejadme! —respondió Jorge—, yo sé lo que tengo que hacer y no haré nada que no sea necesario.
»Mientras tanto, la noche había llegado y la familia se fue a acostar a una parte de la casa separada de mi dormitorio por un tabique muy delgado. Todo lo ocurrido había impresionado mi imaginación, La luz estaba apagada, la luna daba de lleno en mi ventana, cerca de la cama, iluminando con su pálido resplandor la habitación, como ocurre ahora, señoras mías, en esta sala donde nos hallamos… Yo quería dormir y no podía. Atribuí mi insomnio a la luz de la luna; busqué algo que pudiera servirme de cortina y no lo encontré. Entonces oí murmullo de voces al otro lado del tabique y me puse a escuchar.
»—Acuéstate, mujer —decía Jorge—. Y tú, Pedro y tú, Sdenka. No os preocupéis por nada, yo velaré por vosotros.
»—Pero Jorge —replicó su mujer—, sería mejor que velase yo, tú estuviste trabajando toda la noche pasada y estás fatigado; además yo debo velar a nuestro hijo mayor que no se encuentra bien.
»—Acuéstate y permanece tranquila, yo velaré por los dos.
»—Pero hermano —dijo Sdenka con su voz más dulce—. No será necesario velar; nuestro padre se ha dormido ya y parece calmado y pacífico.
»—No entendéis nada ninguna de las dos —dijo Jorge de una forma que no admitía réplica—. Os he dicho que os acostéis y me dejéis velar.
»Se hizo un profundo silencio. Muy poco después sentí una gran pesadez en los párpados y me quedé adormecido.
»Creí ver que mi puerta se abría y el viejo Gorcha aparecía en el umbral. Más que verlo lo adiviné, porque la habitación de donde venía estaba muy oscura. Me pareció que sus ojos trataban de adivinar mis pensamientos y seguían los movimientos de mi respiración. Avanzó lentamente hacia mí, adelantando ahora un pie, luego otro, con paso de lobo. Luego dio un salto y se puso al lado de mi cama. Yo sentía una angustia indescriptible, pero una fuerza invisible me obligaba a permanecer inmóvil. El viejo se inclinó hacia mí y acercó tanto su cara que creí sentir su aliento cadavérico. Entonces hice un esfuerzo sobrenatural y me desperté, bañado en sudor. No había nadie en la habitación, pero mirando hacia la ventana pude distinguir perfectamente al viejo Gorcha que, desde el exterior, me contemplaba a través de los cristales, dirigiéndome una mirada espantable. Tuve la fuerza de voluntad de no gritar y la presencia de ánimo de permanecer quieto en la cama, como si nada hubiera visto. El viejo parecía haber venido sólo para asegurarse de que yo estaba dormido, puesto que no hizo tentativa alguna de entrar; después de contemplarme un buen rato se alejó de la ventana y le oí dirigirse a la habitación vecina. Jorge se había dormido y sus ronquidos hacían temblar las paredes. El niño tosió en aquel momento y oí la voz de Gorcha.
»—¿No duermes, pequeño? —decía.
»—No, abuelo; y me gustaría charlar contigo.
»—¡Ah, te gustaría charlar conmigo! ¿Y de qué vamos a hablar?
»—Me gustaría que me contases tus aventuras con los turcos. ¡Yo también quisiera luchar contra ellos!
»—Ya lo suponía, hijo; y te he traído un pequeño yatagán que te daré mañana.
»—¡Oh, abuelo; dámelo ahora, ya que no tienes sueño!
»—¿Por qué no me hablabas esta tarde, antes de que anocheciera?
»—Porque papá lo había prohibido.
»—Tu padre es muy prudente. ¿De veras te gustaría tener el yatagán?
»—Me encantaría; sólo que aquí no, porque papá podría despertarse.
»—Entonces, ¿dónde?
»—Si salimos fuera te prometo ir con cuidado y no hacer ruido.
»Creí oír el gruñido de satisfacción de Gorcha y comprendí que el niño se estaba levantando. Yo no creía en vampiros, pero la pesadilla que había tenido me dejó impresionado y, no queriendo tener nada que reprocharme, salté de la cama y di un golpe en el tabique, que hubiera bastado para despertar a un leño, pero nadie de la familia pareció oírlo. Fui hacia la puerta, decidido a salvar al niño, pero la habían cerrado desde fuera y los cerrojos resistieron mis mayores esfuerzos. Mientras trataba de abrir vi al viejo pasar por delante de la ventana, con el niño en brazos.
»—¡Despiértense, levántense! —grité con todas mis fuerzas, sacudiendo el tabique a fuerza de golpes. Sólo me oyó Jorge.
»—¿Dónde está el viejo? —preguntó.
»—Salga de la casa, rápido —grité—. Acaba de llevarse a su hijo.
Jorge hizo saltar la puerta que, al igual que la mía, estaba cerrada por fuera y echó a correr en dirección al bosque. Yo fui a despertar a Pedro, su cuñada y Sdenka. Nos reunimos todos en la puerta de la casa y, unos minutos después, vimos llegar a Jorge con su hijo. Lo había encontrado desvanecido en medio del camino, pero pronto volvió en sí y no parecía encontrarse mal en absoluto. A las preguntas que le hicieron contestó que su abuelo y él habían salido para charlar más a sus anchas y que de pronto él perdió el conocimiento. El abuelo había desaparecido.
»El resto de la noche la pasamos desvelados, como se puede comprender.
»Al día siguiente supe que el Danubio, que cortaba el camino, a un cuarto de legua del pueblo, empezaba a acarrear témpanos, cosa que pasaba todos los años, a finales del otoño y principios de la primavera. El paso quedaría interceptado durante algunos días y no podía pensar en marcharme. Además, aunque hubiese podido, la curiosidad, unida a una atracción más poderosa, me hubiera retenido. Cuanto más veía a Sdenka mejor comprendía que acabaría por amarla. Yo no creo en esas pasiones súbitas e irresistibles que nos pintan las novelas, pero opino que hay ocasiones en que el amor se desenvuelve más deprisa que de costumbre. La original belleza de Sdenka, su singular parecido con la duquesa de Gramont, por la que yo había huido dé París para encontrarla allí, vestida con un traje pintoresco y hablando una lengua extraña y armoniosa; el rasgo característico de la frente por el que, en Francia, me hubiera dejado matar veinte veces; todo ello, unido a lo singular de la situación y a los misterios que me rodeaban, hicieron madurar un sentimiento que, de otra forma, se hubiera manifestado muy vagamente.
»En el curso del día siguiente sorprendí una conversación entre Sdenka y su hermano menor:
»—¿Qué piensas tú de todo esto? —decía ella—. ¿Tú también sospechas de nuestro padre?
»—No me atrevo a sospechar. Y menos desde que el niño dijo que no le había hecho daño. En cuanto a su desaparición, ya sabes que nunca nos dice dónde va.
»—Sí, ya lo sé. Pero ahora hay que salvarlo, ya conoces a Jorge…
»—Sí, le conozco; sería inútil hablarle, pero voy a esconder la estaca y no podrá encontrar otra, porque no hay un solo álamo en esta parte de las montañas.
»—Muy bien, escondámosla. Y no digamos nada delante de los niños para que no vayan a contárselo a Jorge.
»—Tendremos mucho cuidado —dijo Pedro; y se separaron.
»Llegó la noche sin que se supiera nada del viejo Gorcha. Yo estaba, como la noche anterior, tendido en mi cama, recibiendo de lleno los rayos de la luna; cuando el sueño empezaba a entorpecer mis sentidos, noté como por instinto, la proximidad del anciano. Abrí los ojos y vi su cara, lívida, contra mi ventana.
»Esta vez quise levantarme pero me fue imposible, era como si todos mis miembros estuvieran paralizados. Después de contemplarme un rato, el viejo sé alejó. Le oí dar la vuelta a la casa y llamar suavemente en la ventana de la habitación donde dormían Jorge y su mujer. El niño dio una vuelta en la cama y gimió dormido. Pasaron unos minutos de silencio y después volvieron a sonar los golpes en la ventana. El niño gimió de nuevo y se despertó…
»—¿Eres tú, abuelo? —dijo.
»—Soy yo —respondió sordamente—. Te he traído el yatagán.
»—Pero no me atrevo a salir; papá me lo ha prohibido.
»—No tienes necesidad de salir. Abre la ventana y ven a abrazarme.
»El niño se levantó y le oí abrir la ventana. Haciendo acopio de todas mis energías salté de la cama y corrí a golpear el tabique. Jorge se levantó en un segundo. Le oí jurar y su mujer lanzó un grito. Muy pronto nos hallamos todos junto al niño inanimado. Gorcha, igual que la víspera, había desaparecido. A fuerza de cuidados conseguimos que el niño volviera en sí, pero estaba muy débil y le costaba un gran esfuerzo respirar. El pobre ignoraba la causa de su desvanecimiento. Su madre y Sdenka lo atribuyeron al susto de haberse visto sorprendido charlando con el abuelo. Yo preferí no decir nada. Poco a poco el niño se fue calmando y todo el mundo, menos Jorge, volvió a acostarse.
»Hacia el alba, le oí despertar a su mujer y hablarle en voz baja; Sdenka se unió a ellos y la oí llorar, igual que su cuñada.
»El niño estaba muerto.
»Prefiero no hablar de la desesperación de la familia. Sin embargo, nadie le echaba la culpa al viejo Gorcha o por lo menos, no lo mencionaban abiertamente.
»Jorge permanecía mudo pero su semblante, siempre sombrío, tenía algo terrible ahora. El viejo estuvo dos días sin aparecer. La noche del tercero (el día en que tuvo lugar el entierro del niño) creí oír pasos alrededor de la casa y la voz de un viejo llamando al hermanito del difunto. También me pareció, durante un momento, ver la cara de Gorcha en mi ventana, pero no pude asegurarme de si era realidad o producto de mi imaginación, porque aquella noche la luna estaba velada. Como quiera que sea, consideré un deber decírselo a Jorge. Este preguntó al niño, quien dijo que sí, que había oído la voz de su abuelo llamándole y visto su cara al otro lado de la ventana. Jorge le conminó severamente a que lo despertara si su abuelo volvía de nuevo.
»Todas estas cosas no impedían que mi afecto hacia Sdenka creciera cada vez más.
Durante el día no había podido hablarle sin testigos. Al llegar la noche, la idea de mi próxima partida me estremeció el corazón.
»La habitación de Sdenka estaba separada de la mía por un estrecho pasillo que daba a la calle por un lado y al patio por el otro.
»Ya estaban mis huéspedes acostados cuando sentí deseos de salir a dar un paseo por el campo para tranquilizarme. Al cruzar el pasillo vi que la puerta de Sdenka estaba entreabierta.
»Me paré involuntariamente, el roce de la tela de sus vestidos hizo que mi corazón latiera con más fuerza. Luego la oí cantar a media voz. Cantaba un romance de despedida, que un viejo rey serbio canta a su amada:
—¡Oh, mi bella flor —decía el rey— me voy a la guerra y tú me olvidarás!
Los árboles que crecen al pie de las montañas son esbeltos y flexibles, pero no tanto como tu talle.
Los frutos del cerezo, que el viento mece, son rojos; pero tus labios son más rojos que sus frutos.
Y yo soy como un viejo roble, desnudo de sus hojas y mi barba es más blanca que la espuma del Danubio.
Tú me olvidarás, alma mía, y yo moriré de nostalgia, porque el enemigo no osará matar al viejo rey.
—La bella respondió: Juro permanecer fiel y no olvidarte y, si falto a mi juramento, ven después de tu muerte a chupar toda la sangre de mi corazón.
—El rey dijo: ¡Que así sea!, y partió para la guerra. Y la bella le olvidó muy pronto…
»Aquí se calló Sdenka, como si temiera acabar la balada. Yo no pude contenerme. Aquella voz, tan dulce, tan expresiva, era la de la duquesa de Gramont… entré en la habitación sin pararme a reflexionar.
»Sdenka acababa de quitarse una especie de casaquín que usan las mujeres de su país. Vestía una blusa bordada en oro y seda roja ajustada al talle por una falda a cuadros. Se había deshecho las largas trenzas rubias y aquel descuido en su atavío realzaba sus encantos. No se enfadó por mi brusca entrada; sólo pareció confusa y enrojeció ligeramente.
»—¡Oh! —exclamó—. ¿Por qué ha venido? ¿Qué pensarán de mí si le sorprenden aquí?
»—Sdenka, alma mía —contesté—, tranquilícese. Todo duerme en torno nuestro; sólo el grillo, en la hierba y el saltamontes, en los aires, pueden oír lo que tengo que decirle.
»—¡Váyase, huya, amigo mío! Si mi hermano nos sorprende estoy perdida.
»—Sdenka, sólo me iré cuando me haya prometido amarme para siempre, como la bella se lo promete al rey de la balada. Yo me iré muy pronto Sdenka, y ¿quién sabe cuándo volveremos a vernos? Sdenka, yo la amo más que a mi alma, más que a mi salud… mi vida y mi sangre son suyas… ¿No me concederá una hora a cambio?
»—En una hora pueden pasar muchas cosas —dijo Sdenka, pensativamente, abandonando su mano en la mía—. No conoce usted a mi hermano —añadió, estremeciéndose—. Tengo el presentimiento de que vendrá.
»—Cálmese Sdenka mía; su hermano está fatigado por sus vigilias, el viento que juega entre los árboles lo ha adormecido; su sueño es muy pesado y muy larga la noche ¡y yo sólo le pido una hora! ¡Y después adiós… para siempre, tal vez!
»—¡Oh no, no! ¡Para siempre no! —dijo Sdenka vivamente; después retrocedió, asustada de su propia voz.
»—Sdenka, no veo más que su rostro, ni oigo más que su voz; ya no soy dueño de mí mismo, una fuerza superior me arrastra. ¡Perdóneme, Sdenka!
»Al decirlo la estreché entre mis brazos.
»—¡Usted no es mi amigo! —dijo ella rechazándome y yéndose a refugiar en el fondo de la habitación.
»No supe qué decir, porque yo mismo estaba asustado de mi atrevimiento, no porque lo considerase improcedente para estas ocasiones, sino porque, a pesar de mi pasión, no podía evitar sentir respeto por la inocencia de Sdenka.
»Algunas de mis galanterías, que tanto gustaban a las bellas de mi época, no habían sido del todo sinceras, pero pronto me avergoncé de mí mismo y renuncié, viendo que el candor de la joven le impedía comprender lo que ustedes señoras mías, lo veo en sus sonrisas, han adivinado con medias palabras.
»Permanecí allí, delante de ella, sin saber qué decirle, cuando de pronto observé que temblaba, mirando horrorizada hacia la ventana. Yo miré en la misma dirección y vi, distintamente, la cara inmóvil de Gorcha, observándonos desde el exterior.
»Al mismo tiempo noté que una pesada mano se posaba en mi espalda y me volví; era Jorge.
»—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó.
«Desconcertado, le mostré a su padre que nos miraba por la ventana y que desapareció en cuanto Jorge miró.
»—Había oído al viejo y vine a prevenir a su hermana —dije.
»Jorge me miró como si quisiera leer en el fondo de mi alma. Luego me cogió del brazo, me llevó a mi habitación y se fue sin decir una palabra.
»Al día siguiente nos hallábamos todos reunidos en torno a la mesa, delante de la puerta de la casa.
»—¿Dónde está el niño? —preguntó Jorge.
»—En el patio —respondió su madre— jugando a su juego favorito: combatir contra los turcos.
»Apenas había pronunciado estas palabras cuando, para gran sorpresa nuestra, vimos al viejo Gorcha salir del bosque, acercarse a nosotros y sentarse a la mesa, como hiciera el día de mi llegada.
»—Sea bien venido, padre —dijo su nuera, con voz apenas audible.
»—Bienvenido, padre —repitieron Pedro y Sdenka en voz baja.
»Jorge se había quedado pálido al ver al viejo, no obstante, dijo firmemente:
»—Estamos esperando que rece la plegaria, padre.
»El viejo se volvió, frunciendo las cejas.
»—¡La plegaria ahora mismo! —insistió el hijo—. Y haga la señal de la cruz, o, por San Jorge…
»Sdenka y su cuñada se acercaron al viejo y le suplicaron que rezara la plegaria.
»—¡No, no, no! —gritaba el anciano—. ¡No tiene derecho a pedírmelo y si insiste lo maldeciré!
»Jorge se levantó y entró en la casa corriendo. Volvió a los pocos segundos, furioso.
»—¿Dónde está la estaca? —gritó—. ¿Dónde habéis escondido la estaca?
»Sdenka y Pedro se miraron.
»—¡Cadáver! —dijo entonces Jorge, dirigiéndose al viejo—. ¿Qué has hecho de mi primogénito? ¿Por qué has matado a mi hijo? ¡Devuélveme a mi hijo, cadáver!
»Iba palideciendo más a medida que hablaba, pero sus ojos se animaban por instantes.
»El viejo le dirigió una mirada maligna, pero no dijo nada.
»—¡La estaca de álamo! —se lamentaba Jorge—. ¡Que el que la haya escondido responda de las desgracias que nos aguardan!
»En aquel momento oímos las alegres carcajadas del niño pequeño y le vimos venir montado a horcajadas en una enorme estaca que hacía caracolear bajo las piernas, lanzando, con su vocecilla menuda, el grito de guerra de los serbios, cuando atacan al enemigo.
»Al verlo, los ojos de Jorge centellearon; quitó la estaca al niño y se precipitó sobre su padre. Este gritó y echó a correr en dirección al bosque, a una velocidad tan poco de acuerdo con su edad que parecía sobrenatural.
»Jorge lo persiguió y muy pronto les perdimos de vista.
»Era ya de noche cuando volvió Jorge, pálido como la muerte, con los cabellos erizados. Se sentó cerca del fuego y yo creí percibir el castañeteo de sus dientes. Nadie se atrevió a preguntar nada. Hacia la hora en que la familia tenía la costumbre de recogerse pareció recobrar su energía; me llevó aparte y me dijo de la manera más natural posible:
»—Querido huésped, acabo de ver el río y ya no arrastra témpanos; el camino está libre, no hay obstáculo alguno para su partida. No es necesario —añadió mirando a Sdenka— despedirse de la familia; todos, por mi boca, le desean la mayor felicidad que se pueda alcanzar aquí abajo y espero que guarde usted un buen recuerdo de nosotros. Mañana, en cuanto amanezca, su caballo estará ensillado y un guía dispuesto a seguirle. Adiós; acuérdese de nosotros de vez en cuando y perdónenos, si su estancia aquí no ha sido todo lo agradable que fuera de desear.
»Los adustos rasgos de Jorge tenían entonces una expresión casi cordial. Me llevó hasta mi habitación y me estrechó la mano una vez más. Luego tuvo un estremecimiento y sus dientes sonaron como si tiritaran de frío.
»Me quedé solo. No tenía el menor deseo de acostarme, como pueden ustedes comprender. Había amado muchas veces en mi vida. Había tenido momentos de ternura, de despecho y de celos, pero jamás, sin exceptuar siquiera a la duquesa de Gramont, sentí una tristeza semejante a la que me partía el corazón en aquellos momentos. Antes de que el sol se levantara me puse mi traje de viaje y quise intentar una nueva entrevista con Sdenka, pero Jorge ya estaba esperando en el vestíbulo; no tenía posibilidad alguna de volverla a ver.
»Salté sobre mi caballo y piqué espuelas. Me prometí que cuando volviera de Jassy pasaría de nuevo por aquel pueblo y esta esperanza, por muy remota que fuera, templó un poco mi pena. Iba pensando, con complacencia en el momento del retorno y mi imaginación me pintaba por adelantado todos los detalles, cuando el caballo hizo un brusco movimiento que estuvo a punto de hacerme perder los estribos; el animal se paró en seco y levantó las patas delanteras, lanzando un relincho de alarma, como si se hallase ante un peligro.
»Miré los alrededores y vi, unos cien pasos más allá, a un lobo escarbando la tierra. Al oírme huyó al bosque y yo hinqué las espuelas en los costados de mi montura para hacerle avanzar. En el lugar de donde huyera el lobo había una fosa reciente. Me pareció distinguir una estaca de álamo sobresaliendo unos centímetros de la tierra que el lobo había removido; sin embargo, no me atrevo a afirmarlo porque pasé muy deprisa».
El marqués se calló y tomó un poco de rapé.
—¿Eso es todo? —preguntaron las señoras.
—Desgraciadamente no —respondió Urfé—. Lo que voy a contarles es aún más penoso para mí y daría algo para poderlo evitar.
»Los asuntos que me habían llevado a Jassy duraron más de lo que yo supuse; tardé seis meses en llevarlos a buen término. ¿Qué les diría yo? Es triste tener que confesarlo, pero no por eso es menos cierto que hay pocos sentimientos constantes aquí abajo. El éxito de mis negociaciones, las felicitaciones que recibí del gabinete de Versalles, en una palabra: la política, la triste política, que tanto nos ha fastidiado en estos últimos tiempos, no tardó en entibiar en mi alma el recuerdo de Sdenka. Además la mujer del Hospodar, persona de una gran belleza, y que hablaba mi idioma a la perfección, desde el principio me había distinguido entre todos los jóvenes extranjeros que residían en Jassy. Educado, como estaba, en los principios de la galantería francesa, mi sangre gala se hubiera sublevado en mis venas ante la idea de pagar con ingratitud la bienvenida que me testimoniara la belleza. Por eso respondí cortésmente a los avances de que fui objeto y, para servir mejor a los intereses de Francia empecé por identificarme con los del Hospodar.
»Cuando me llamaron de mi país volví a emprender el camino que me condujo a Jassy.
»Ya no me acordaba ni de Sdenka ni de su familia.
»Un día en que cabalgaba por el campo oí que una campana daba las ocho. Su sonido no me pareció desconocido y mi guía me dijo que era la campana de un convento poco distante de donde nos hallábamos. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que era el de la Virgen del Roble. Yo apresuré el paso de mi montura y muy pronto nos encontramos llamando a las puertas del convento. El ermitaño nos abrió y nos condujo a la hospedería destinada a los forasteros. Estaba tan llena de peregrinos que perdí el deseo de pasar allí la noche y pregunté al ermitaño si podría hallar albergue en el pueblo.
»—Encontrará usted más de uno —me dijo el ermitaño, suspirando—. Gracias al malhadado Gorcha no faltan casas vacías en el pueblo.
»—¿O sea que el anciano Gorcha vive aún?
»—¡Oh, no! Está bien muerto y enterrado, con una estaca de álamo en el corazón. Pero antes chupó la sangre del hijo de Jorge. El niño volvió una noche a la puerta de su casa, llorando y diciendo que tenía frío y quería entrar. La insensatez de su madre, a pesar de haberlo enterrado ella misma, no tuvo el valor de echarlo y lo dejó entrar. Entonces el niño se abalanzó contra ella y le succionó la sangre hasta dejarla muerta. Enterrada a su vez, se apareció para chupar la sangre de su hijo menor, luego la de su marido y después la de su cuñado. Todos han muerto.
»—¿Y Sdenka? —pregunté.
»—Se volvió loca de pena. ¡Pobre criatura, no hablemos de ella!
»La respuesta del ermitaño no me aclaró si vivía o no, pero no me atreví a preguntárselo de nuevo.
»—El vampirismo es contagioso —continuó éste, santiguándose—. Muchas familias del pueblo se sintieron atacadas, muchas han muerto, hasta el último de sus miembros y si sigue usted mi consejo pasará aquí la noche, porque aunque los vourdalaks no lo mataran en el pueblo, pasará usted un miedo tan atroz que bastará para hacerle encanecer antes de que toque a maitines. Yo no soy más que un pobre fraile —continuó—, pero la generosidad de los viajeros me permite proveer a sus necesidades. ¡Tengo un queso exquisito, unas pasas que harán que la boca se le haga agua sólo de verlas y unas botellas de un vino de Tokay que no desmerecen en nada de las que sirven a Su Santidad el Patriarca!
»Me pareció que el ermitaño se tornaba un tanto mesonero. Tuve la sensación de que me había contado todo aquello para darme la ocasión de hacerme agradable al cielo imitando la generosidad de los viajeros, que lo abastecían a fin de que pudiera proveer a sus necesidades.
»Además, la palabra miedo siempre ha tenido para mí el mismo efecto que el clarín para un corcel de guerra. Me hubiera avergonzado de mí mismo si no hubiera partido en aquel momento. Mi guía, lleno de espanto, me pidió permiso para quedarse en el convento y se lo concedí de buen grado.
»Tardé una media hora en llegar al pueblo y lo encontré desierto. No brillaba una sola luz en las ventanas ni se oía una canción en los interiores. Pasé en silencio delante de todas las casas, la mayor parte de las cuales me eran conocidas, y llegué a la de Jorge. Sea por un resto de sentimentalismo o de temeridad de la juventud, el caso es que resolví pasar la noche en ella.
»Descendí del caballo y llamé a la puerta de la cochera; nadie respondió. Empujé la puerta y se abrió, rechinando en los goznes, y entré en el patio.
»Até mi caballo en el cobertizo, sin quitarle la silla; luego comprobé que tendría avena suficiente para aquella noche y entré en la casa.
»Todas las puertas estaban abiertas y, sin embargo, la casa parecía deshabitada. Sólo la habitación de Sdenka daba alguna sensación de vida. Un vestido estaba tirado sobre la cama. Algunas joyas, que yo le había regalado, entre las cuales reconocí una cruz de esmalte que compré en Pest, descansaban en la mesa, brillando a la luz de la luna. No pude evitar que se me encogiera el corazón por mi amor perdido. No obstante, me envolví en mi abrigo y me tendí en la cama. Me quedé dormido en seguida. No recuerdo los detalles de mi sueño pero sé que vi a Sdenka, bella e ingenua, como en otro tiempo. Viéndola me reproché mi egoísmo e inconstancia. ¿Cómo había podido, me dije, abandonar a aquella criatura que me amaba? ¿Cómo pude olvidarla? Luego su imagen se confundió con la de la duquesa de Gramont y las dos se tornaron una sola persona. Me eché a los pies de Sdenka y le pedí perdón. Todo mi ser, toda mi alma se derretía en un sentimiento de inefable melancolía y felicidad.
»Un sonido armonioso, semejante al del trigo mecido por la brisa, me despertó; me pareció oír las espigas entrechocando cadenciosamente y el canto de los pájaros mezclado con el caer argentino de una cascada y el murmullo de los árboles. Luego pensé que todos aquellos sonidos no eran más que el suave roce de un vestido femenino y aquella idea me sorprendió. Abrí los ojos y vi a Sdenka al lado de la cama. La luz de la luna era tan nítida que pude distinguir todos y cada uno de los rasgos que tan caros me habían sido en otro tiempo. Sdenka me pareció más bella y desenvuelta. Llevaba la misma blusa bordada en oro y seda con que la vi la última vez, a solas, y también la misma falda.
»—Sdenka —exclamé, incorporándome—. ¿Es usted, Sdenka?
»—Sí, soy yo —contestó con voz triste y dulce—. Soy tu Sdenka a la que has olvidado. ¡Ah! ¿Por qué no volviste antes? Ahora todo ha terminado; es necesario que te vayas. ¡Un momento más y estás perdido! ¡Adiós, adiós para siempre!
»—Sdenka, sé cuánto has sufrido; me lo han dicho. Ven; cuéntame tus penas y eso te consolará.
»—No hagas mucho caso de lo que te cuenten de nosotros. Pero vete; cuanto antes mejor, porque si permaneces aquí será tu perdición.
»—Pero Sdenka, dime entonces cuál es el peligro que me amenaza. ¿No puedes concederme una hora, nada más que una hora, para hablar conmigo?
»Sdenka se puso a temblar; un cambio extraño se operó en toda su persona.
»—Sí —dijo—. Una hora. Como cuando yo cantaba la balada del viejo rey y tú entraste en mi habitación. ¿No es eso lo que quieres decir? ¡Bueno, sea; te concedo una hora! Pero no, no —negó, reponiéndose—. Vete, márchate de aquí, yo te lo pido; huye. ¡Huye, ahora que estás a tiempo!
»En su cara se reflejaba una gran energía.
»Yo no comprendía qué motivo pudiera haber para que se obstinara en mi partida, pero estaba tan bella que resolví quedarme a pesar de todo. Ella se sentó junto a mí, cediendo a mis instancias; me habló de los días que pasamos juntos y me confesó, enrojeciendo, que me había amado desde que me vio. Poco a poco, me fui dando cuenta del cambio que se había operado en Sdenka; su reserva de antes se había traducido en un extraño abandono; su mirada, tan tímida en otro tiempo, ahora era osada; en fin, su manera de comportarse conmigo, estaba lejos de la modestia que antes me demostrara.
»¿Será posible, me dije, que Sdenka no sea la muchacha pura e inocente que parecía ser hace dos años? ¿Fingía entonces por temor a su hermano? ¿Me había yo dejado engañar, tan cándidamente, por virtud de pacotilla? Pero si era así, ¿por qué me pedía que me fuera? ¿Sería éste, acaso, un refinamiento de coquetería? ¡Y yo que creía conocerla! Pero no importaba; si Sdenka no era precisamente Diana, podía compararla con otra deidad y ¡vive Dios!, prefiero el papel de Adonis que el de Actéon!
»Si esta frase clásica que me acabo de dirigir a mí mismo les parece pasada de moda, señoras mías, tengan la bondad de recordar que lo que tengo el honor de contarles ocurría en el año 1758. La mitología estaba entonces a la orden del día y yo no pretendo ir más de prisa que mi siglo. Las cosas han cambiado y no hace mucho tiempo que la Revolución, pretendiendo sustituir la religión cristiana por el paganismo, colocó sobre un pedestal a la diosa Razón. Dicha diosa, señoras, jamás se encontró a mi lado cuando de ustedes se trataba y, en la época de que hablo, estaba menos dispuesto que nunca a rendirle pleitesía. Me dejé llevar del sentimiento que me atraía hacia Sdenka y continué allí. Poco a poco fue creándose entre los dos una dulce intimidad; yo me entretenía en adornar a Sdenka con las joyas que tenía sobre la mesa; cuando quise colgarle del cuello la crucecita de esmalte, Sdenka retrocedió temblando.
»—¡Basta de niñerías! —dijo—. Deja esas baratijas y hablemos de ti y tus proyectos.
»La turbación de Sdenka me hizo entrar en sospechas; mirándola con atención, noté que no llevaba colgadas del cuello, como antes, una gran cantidad de medallitas, relicarios y bolsitas con incienso, que los serbios acostumbran a llevar desde la infancia y que no se quitan hasta la muerte.
»—Sdenka —le dije—, ¿dónde están las medallas que llevabas al cuello?
»—Las perdí —contestó, haciendo un gesto de impaciencia, y cambió de conversación.
»Se apoderó de mí un vago presentimiento, apenas consciente. Quise levantarme y partir, pero Sdenka me retuvo.
»—¡Cómo! —dijo—. Me pediste una hora y ahora quieres irte, cuando apenas han pasado unos minutos.
»—Tenías razón, Sdenka, cuando querías que me fuera he oído ruidos y temo que alguien nos sorprenda.
»—¡Permanece tranquilo! Todo duerme en torno nuestro; sólo el grillo en la hierba, y el saltamontes en los aires, pueden oír lo que tengo que decirte.
»—No, no, Sdenka; debo irme…
»—Quédate, quédate —insistió Sdenka—. Te amo más que a mi alma, más que a mi salud; tú me dijiste que tu vida y tu sangre me pertenecían…
»—Pero tu hermano, Sdenka, tu hermano… tengo el presentimiento de que vendrá.
»—Cálmate, alma mía; mi hermano está adormecido por el viento que juega entre los árboles; su sueño es muy pesado y muy larga la noche, y yo sólo te pido una hora.
»Sdenka estaba tan bella que el terror inconsciente que me agitaba cedió su puesto al deseo de permanecer a su lado. A medida que iba cediendo, Sdenka se mostraba más amable; decidí quedarme, pero prometiéndome a mí mismo permanecer alerta. Sin embargo, y como ya les he dicho antes, nunca he sido sensato más que a medias y cuando Sdenka, que había notado mi reserva, me propuso que bebiéramos unos vasos de un excelente vino que le diera el ermitaño, para defendernos del frío de la noche, acepté con un entusiasmo que le hizo sonreír. El vino hizo su efecto; al segundo vaso, el miedo y la mala impresión que me dejaron los detalles de la cruz y las medallas desaparecieron por completo. Sdenka, con sus hermosos cabellos destrenzados, con sus joyas iluminadas por la luna, me pareció irresistible. No me contuve más y la estreché entre mis brazos.
»Entonces, señoras, tuvo lugar una de esas revelaciones misteriosas que no sabría explicar, pero en las que la experiencia me obliga a creer, aunque no siempre se esté dispuesto a confesarlo.
»Al estrecharla entre mis brazos se me clavó en el pecho una punta de la cruz que me diera la duquesa de Gramont cuando salí de París. El agudo dolor que me produjo fue como un rayo de luz que me traspasara de parte a parte. Miré a Sdenka y vi que sus facciones, por bellas que fueran, tenían el aspecto de la muerte, que sus ojos no veían y su sonrisa no era más que la mueca que la agonía había dejado impresa en un cadáver. Al mismo tiempo noté en la habitación un olor nauseabundo, como de tumba mal cerrada. La espantosa verdad se alzó ante mí con toda su fealdad y al punto recordé las advertencias del ermitaño. Comprendí lo apurado de mi situación y vi claramente que todo dependía de mi valor y sangre fría. Me volví de espaldas a Sdenka para que no viera el horror pintado en mis facciones. Mi mirada cayó sobre la ventana y entonces vi al infame Gorcha, apoyado en una estaca ensangrentada, que me miraba con sus ojos de hiena. En la otra ventana estaba Jorge, que, en aquellos momentos, se parecía a su padre de un modo espantoso. Los dos parecían espiar mis movimientos y yo no dudé ni un segundo que se abalanzarían sobre mí a la menor tentativa de huida. No quise demostrar que los había visto y continué prodigando, sí, señoras; continué prodigando a Sdenka las caricias que me complacía en hacerle antes de descubrir la horrible verdad. Durante todo el tiempo estuve pensando, lleno de angustia, en el modo de escapar. Vi que Gorcha y Jorge cambiaban miradas de inteligencia con Sdenka y que empezaban a sentirse impacientes. También oí voces de mujer y gritos de niños, aunque tan bajos que hubieran podido tomarse por maullidos de gatos salvajes.
»Ha llegado el momento de huir, me dije, y cuanto antes mejor.
»Dirigiéndome a Sdenka, le dije en voz alta, para que pudieran oírla sus odiosos parientes:
»—Estoy muy cansado, niña mía; quisiera acostarme y dormir unas horas; pero antes tengo que ir a ver si mi caballo se ha comido el forraje que le dejé. No te vayas de aquí y espérame.
»Posé mis labios en los suyos, lívidos y fríos y salí. Encontré el caballo cubierto de espuma, encabritándose bajo el cobertizo. No había probado la avena y el relincho que lanzó al verme hizo que se me pusiera la carne de gallina, temiendo que me traicionara. Pero los vampiros, que habían oído mi conversación con Sdenka, no entraron en sospechas. Me aseguré de que la puerta cochera estuviera abierta y saltando sobre la silla, hundí espuelas en los costados de mi caballo.
»Al salir de la cochera tuve tiempo de ver que el tropel de gente que se había reunido en torno a la casa, la mayoría de los cuales estaban mirando a través de los cristales, era muy numeroso. Creo que mi brusca salida les dejó paralizados al principio porque durante unos minutos no distinguí, en el silencio de la noche, más que el ruido de los cascos de mi montura. Empezaba a felicitarme por mi buena suerte cuando oí a mis espaldas un ruido parecido al huracán estallando en las montañas. Mil voces confusas, lloraban, gritaban y parecían discutir entre ellas. Luego todas callaron, como de común acuerdo y sólo oí unas pisadas atropelladas, como si una tropa de infantería se acercara a paso de marcha.
»Piqué espuelas hasta deshacer los flancos de mi caballo. Una fiebre ardiente hacía latir mis venas y mientras hacía esfuerzos inauditos para recuperar la calma, oí detrás de mí una voz que me llamaba:
»—¡Párate, párate! ¡Te amo más que a mi alma; te amo más que a mi salud! ¡Párate, tu sangre me pertenece!
»Al mismo tiempo un hálito helado rozó mi oreja; Sdenka había saltado a la grupa.
»—¡Corazón mío, mi vida! —me decía—. No veo más que a ti, no oigo más que a ti; ya no soy dueña de mí misma, una fuerza superior me empuja. ¡Perdóname, amor mío, perdóname!
»Así diciendo, me estrechó entre sus brazos y trató de hacerme volver, para morderme en la garganta. Nos enzarzamos en una lucha terrible. Al principio me resistí a emplear la violencia con Sdenka, pero por fin la cogí por la cintura con una mano y por las trenzas con la otra e irguiéndome sobre los estribos, la tiré al suelo.
»En el acto me abandonaron las fuerzas y el delirio se apoderó de mí. Miles de imágenes locas y terribles me perseguían, haciéndome muecas. Primero Jorge y Pedro flanquearon el camino y trataron de cerrarme el paso; no lo consiguieron y ya empezaba a sentirme a salvo cuando, al volver la vista, vi que el viejo Gorcha se servía de la estaca como de una pértiga, como hacen los montañeros tiroleses para saltar abismos. También Gorcha quedó atrás y entonces su nuera, que tenía a los niños a su lado, le tiró uno, que él recogió con la punta de la estaca y usándola ahora como una catapulta, lanzó el niño hacia mí, con todas sus fuerzas. Esquivé el golpe mas, con un verdadero instinto de perro de presa, el niño se agarró al cuello del caballo y tuve que usar de todas mis fuerzas para arrancarle de allí. Gorcha lanzó el segundo niño, pero fue a parar más allá del caballo y se estrelló contra el suelo. No sé qué más pasó; cuando volví en mí era ya pleno día y me encontré tirado en el camino, al lado de mi caballo, moribundo.
»Así terminó, señoras mías, una aventura amorosa, que hubiera debido servirme para evitar, en lo sucesivo, meterme en otras nuevas. Algunas contemporáneas de sus abuelas podrán decirles que no fui lo suficientemente sensato como para eso.
»Como quiera que sea, todavía tiemblo al pensar que si llego a sucumbir a mis enemigos, yo a mi vez sería un vampiro; pero el cielo no permitió que las cosas llegaran a ese punto, y lejos de tener sed de su sangre, señoras, deseo más bien, a pesar de lo viejo que soy, derramar la mía en su servicio.»
FIN