El tren llevaba retraso y serían ya más de las nueve cuando Natalie se halló en el solitario andén de la estación de Hightower.
Como es natural, la estación estaba cerrada por la noche —no era más que un apeadero, pues no había allí ninguna población— y Natalie no supo lo que debía hacer. Había estado segura de que el doctor Bracegirdle vendría a recibirla. Antes de salir de Londres había mandado un telegrama a su tío para comunicarle la hora de su llegada, pero debido al retraso del tren cabía la posibilidad de que hubiese venido y se hubiera marchado otra vez.
Natalie miró a su alrededor indecisa y entonces vio la cabina telefónica que le ofrecía una solución. La última carta del doctor Bracegirdle estaba en su monedero y en ella figuraban su dirección y el número de su teléfono. Cuando llegó a la cabina ya había revuelto el monedero y hallado la carta.
La llamada resultó ser un pequeño problema; hubo una interminable demora antes de que la telefonista estableciera la conexión y había considerables zumbidos en la línea. Una mirada a las colinas cercanas a la estación, a través del cristal de la cabina, le sugirió el motivo de tales dificultades. Al fin y al cabo, recordó Natalie, se hallaba en la región occidental. Era muy posible que allí todo fuese más primitivo…
—¡Diga, diga!
La voz de aquella mujer tenía un tono agudo. Los zumbidos habían cesado, pero podía oírse un rumor que sugería una algarabía de voces. Natalie se inclinó y habló con voz clara ante el teléfono.
—Soy Natalie Rivers. ¿Puedo hablar con el doctor Bracegirdle?
—¿Quién dice que le llama?
—Natalie Rivers. Soy su sobrina.
—¿Su qué, señorita?
—Su sobrina —repitió Natalie—. ¿Puedo hablar con él, por favor?
—Espere un momento.
Hubo una pausa, durante la cual el sonido de las voces de fondo pareció amplificarse, y poco después Natalie oyó una resonante voz masculina que dominó el distante murmullo.
—Soy el doctor Bracegirdle. ¡Mi querida Natalie, qué inesperada sorpresa!
—¿Inesperada? ¡Pero si esta tarde te he enviado un telegrama desde Londres! —Natalie se contuvo al notar el ligero matiz de impaciencia que contenían sus palabras—. ¿Acaso no ha llegado?
—Mucho me temo que nuestro servicio no sea muy eficiente —replicó el doctor Bracegirdle con una risita a guisa de excusa—. No, no ha llegado tu telegrama. Pero veo que tú sí. —Volvió a lanzar una breve carcajada—. ¿Dónde estás, querida?
—En la estación de Hightower.
—¡Qué lástima! Precisamente en la dirección opuesta.
—¿En la dirección opuesta?
—Sí, de la casa de los Peterby. Me acababan de telefonear cuando tú has telefoneado. Una nadería acerca de un apéndice; lo más probable es que sólo se trate de un pequeño trastorno estomacal. Pero he prometido ir en seguida, por si acaso.
—¿No irás a decirme que aún ejerces medicina general?
—Sólo en caso de urgencias, querida. No hay muchos médicos por aquí. Por suerte, tampoco hay muchos pacientes. —El doctor Bracegirdle empezó a reírse otra vez, pero logró contenerse—. Vamos a ver. Dices que estás en la estación, ¿verdad? Mando en seguida a miss Plummer para que te recoja con el jeep. ¿Traes mucho equipaje?
—Sólo un maletín de viaje. El resto viene con el mobiliario por barco.
—¿Por barco?
—¿No te lo escribí?
—Sí, claro que sí. Bien, no importa. Miss Plummer llegará en seguida.
—La esperaré ante el andén.
—¿Qué dices? Habla más alto, apenas puedo oírte.
—Dije que la esperaré ante el andén.
—¡Ah! —El doctor Bracegirdle volvió a soltar la carcajada—. Es que aquí estamos celebrando una fiestecilla.
—¿No molestaré? Me refiero a que no me esperaban esta noche…
—¡Ni hablar! No tardarán en marcharse. Espera a Miss Plummer.
Se cerró la comunicación y Natalie regresó al andén. Al cabo de un rato sorprendentemente corto, apareció el jeep y se desvió de la carretera para detenerse casi tocando los raíles. Una mujer alta y delgada, de cabellos grises y vestida con un uniforme blanco un poco arrugado, se apeó y llamó a Natalie.
—Venga, querida. Siéntese, yo meteré esto detrás. —Balanceó el maletín y lo arrojó a la parte posterior del vehículo—. ¡Y ahora, en marcha!
Sin esperar apenas a que Natalie cerrase la puerta, la enérgica miss Plummer aceleró y el automóvil volvió a enfilar la carretera.
El indicador de velocidades no tardó en marcar los ciento veinte, y Natalie parpadeó. Miss Plummer notó en seguida su inquietud.
—Lo siento —dijo—. Con el doctor visitando fuera de casa, no puedo estar ausente durante mucho tiempo.
—¡Ah, sí, a causa de los huéspedes! Ya me lo dijo.
—¿De veras?
Miss Plummer tomó un rápido viraje y los neumáticos protestaron con un chillido. Natalie decidió ocultar su aprensión mediante la conversación.
—¿Qué clase de hombre es mi tío? —preguntó.
—¿Nunca lo ha visto?
—No. Mis padres se marcharon a Australia cuando yo era aún muy joven. En realidad, ésta es la primera vez que salgo de Canberra.
—¿La han acompañado sus padres?
—Fallecieron hace dos meses en un accidente de coche —explicó Natalie—. ¿No se lo ha dicho el doctor?
—Pues no. Es que yo llevo con él muy poco tiempo. —Miss Plummer lanzó una breve imprecación y el coche zigzagueó a lo largo de la carretera—. ¿Un accidente de coche, dice usted? Hay gente que no debiera sentarse ante un volante. Eso es lo que dice el doctor. —Se volvió para mirar a Natalie—. Entonces, ¿viene usted para quedarse?
—Sí, desde luego. Me escribió cuando le nombraron mi tutor. Por esto me preguntaba cuál es su aspecto. Resulta tan difícil juzgar a través de unas cartas. —La mujer de rostro enjuto asintió en silencio, pero Natalie sentía la necesidad de hacer confidencias—. Si he de serle sincera, estoy un poco nerviosa. Es que nunca he conocido a un psiquiatra.
—¿Lo dice de veras? —exclamó miss Plummer estremeciéndose—. Tiene usted mucha suerte. Yo he conocido a unos cuantos. Si quiere que le diga la verdad, son un poco sabelotodo. Aunque debo reconocer que el doctor Bracegirdle es uno de los mejores. Más comprensivo.
—Tengo entendido que ha adquirido una muy numerosa clientela.
—Para esa especialidad nunca faltan clientes —observó miss Plummer—. Sobre todo entre la gente adinerada. Yo diría que su tío se ha ganado bien la vida. La casa y todo lo demás… pero ya lo verá usted.
Una vez más el jeep describió un viraje mareante y pasó la imponente entrada de un amplio camino que conducía a una mansión enorme, semioculta entre una arboleda distante. A través de la ventanilla, Natalie pudo ver un ligero resplandor, justo el suficiente para revelar la ornamentada fachada de la casa de su tío.
—¡Ahora sí que la he hecho buena! —murmuró a media voz.
—¿Qué ocurre?
—Hay invitados… y es sábado por la noche. ¡Y yo sin arreglar a causa de mi viaje!
—No tiene la menor importancia —le aseguró miss Plummer—. Aquí no gastamos cumplidos. Es lo que me dijo el doctor cuando yo llegué. Es un hogar hospitalario.
Miss Plummer ladró y frenó al mismo tiempo, y el jeep se detuvo detrás de un lujoso automóvil negro.
—¡Apéese!
Con vigorosa eficacia, miss Plummer cogió la maleta del asiento posterior y subió con ella por la escalera de la entrada, invitando a Natalie a seguirla con un gesto de la cabeza. Se paró ante la puerta y buscó una llave.
—De nada serviría llamar —le explicó—. Nunca me oirían.
Cuando la puerta se abrió de par en par, sus palabras quedaron plenamente confirmadas. El ruido de fondo que Natalie había percibido a través del teléfono era entonces una formidable algarabía. Permaneció junto al umbral, titubeando, mientras miss Plummer irrumpía en la casa.
—¡Venga, venga!
Natalie obedeció y mientras miss Plummer cerraba la puerta, parpadeó ante el brillante resplandor del interior.
Hallóse en un vestíbulo amplio, pero escasamente amueblado. Ante ella había una suntuosa escalera y, en un rincón, entre la barandilla y la pared, una mesa de despacho y un sillón. A su izquierda, una puerta de madera oscura conducía al parecer al despacho privado del doctor Bracegirdle, pues una placa de bronce fijada en ella ostentaba el nombre del médico. A su derecha había un inmenso salón, con sus ventanas cerradas y protegidas por espesos cortinajes. De aquella gran sala procedía todo el bullicio de la fiesta.
Natalie se dirigió hacia la escalera y entonces pudo dar un vistazo al salón. Más de una docena de invitados rebullían junto a una mesa enorme, hablando y gesticulando con la animación que da la amistad íntima, rodeando profusión de botellas que adornaban el centro de la mesa. Una súbita carcajada estentórea indicó que uno de los invitados, por lo menos, había abusado de la hospitalidad del doctor.
Natalie apresuró el paso para que nadie la viera, y después miró hacia atrás para asegurarse de que miss Plummer la seguía con la maleta. Desde luego, miss Plummer la seguía, pero sus manos estaban desocupadas. Y cuando Natalie llegó al pie de la escalera, miss Plummer movió la cabeza con un ademán negativo.
—¿No pretenderá ir arriba, verdad? —murmuró—. Venga y la presentaré.
—Pensaba refrescarme un poco, ante todo.
—Permítame que yo la preceda y ordene su habitación. El doctor no me ha avisado, ¿sabe?
—¡Pero si no es necesario! Sólo quiero lavarme…
—El doctor regresará de un momento a otro. Debe esperarle.
Miss Plummer agarró del brazo a Natalie y con la misma celeridad y decisión que había demostrado al conducir el jeep, condujo a la joven hacia el iluminado salón.
—Ha llegado la sobrina del doctor —anunció—. Les presento a miss Natalie Rivers, de Australia.
Varias cabezas se volvieron hacia Natalie, a pesar de que la voz de miss Plummer apenas había podido penetrar en aquella conversación general. Un hombre bajo y obeso, de aspecto afable, se precipitó hacia Natalie blandiendo un vaso a medio llenar.
—¿De Australia, eh? —le ofreció el vaso—. Debe de estar sedienta. Vamos, beba. Yo voy a buscar otro.
Y antes de que Natalie pudiese replicar, dio media vuelta y volvió a mezclarse con el grupo junto a la mesa.
—Es el mayor Hamilton —murmuró miss Plummer—. Una excelente persona, de veras, aunque me temo que en estos momentos esté un poquitín achispado.
Cuando miss Plummer se alejó, Natalie contempló vacilante el vaso que sostenía en su mano. No estaba muy segura de cómo desembarazarse de él.
—Permítame.
Un hombre alto y distinguido, de cabellos grises y bigote negro, se adelantó y tomó gentilmente el vaso entre sus dedos.
—Gracias.
—De nada. Creo que deberá disculparle. Una fiesta animada, ya sabe. —Señaló con la cabeza a una dama con un generoso escote que charlaba animadamente con tres hombres sonrientes—. Pero ya que se trata de celebrar una despedida…
—¡Ah, está usted aquí! —El hombrecillo rechoncho al que miss Plummer había identificado como el mayor Hamilton, volvió a colocarse en órbita alrededor de Natalie, con otro vaso en la mano y una amplia sonrisa en su rostro curtido—. Ya estoy aquí otra vez —anunció—. Como un bumerang, ¿no cree?
Emitió una carcajada explosiva e hizo una pausa.
—A propósito, ¿hay bumerangs en Australia? ¿Y negros? Conocí a muchos australianos en Gallipoli. Claro que de esto hace ya mucho tiempo; yo diría que usted aún no había nacido…
—Por favor, mayor.
El hombre alto miró a Natalie sonriendo. Había algo tranquilizador en su presencia, así como también algo familiar. Natalie preguntóse dónde lo habría visto antes. Vio que se acercaba al mayor y le quitaba el vaso de la mano.
—Oye, ¿qué significa…? —exclamó el mayor.
—Ya has bebido bastante, muchacho. Y también es hora de que pienses en marcharte.
—Otra para el camino… —El mayor miró a su alrededor y alzó las manos en ademán de súplica—. ¡Todos los demás están bebiendo!
Quiso recuperar su vaso, pero el hombre alto le esquivó y, sonriendo a Natalie por encima de su hombro, se llevó al mayor a un rincón y empezó a dirigirle una apremiante perorata en voz baja. El mayor asintió, súbitamente aplacada su borrachera.
Natalie paseó la mirada por la sala. Nadie le prestaba la menor atención, excepto una mujer de cierta edad que se había sentado, solitaria, en el taburete del piano. La mujer miró a Natalie con una fijeza que contribuyó a subrayar su papel de intrusa en una fiesta de gala. Natalie dio una apresurada media vuelta y volvió a ver a la mujer del escote. De pronto volvió a asaltarle el deseo de cambiarse de ropa y miró hacia la puerta en busca de miss Plummer. Pero miss Plummer no apareció por ningún lado. Regresando al vestíbulo, miró hacia lo alto de la escalera.
—¡Miss Plummer! —llamó. No hubo respuesta.
Entonces, por el rabillo del ojo, advirtió que la puerta del despacho contiguo al vestíbulo estaba entreabierta. En realidad, se estaba abriendo en aquel momento, con cierta rapidez, y un momento después miss Plummer salió caminando de espaldas y llevando algo en la mano. Antes de que Natalie pudiese llamarla otra vez, cruzó presurosa el vestíbulo.
Natalie quiso seguirla, pero no pudo evitar detenerse ante la puerta abierta.
Contempló con curiosidad lo que era, evidentemente, el despacho de consulta de su tío. Era un estudio confortable y lleno de libros, con unos sillones tapizados de cuero ante las estanterías. La cama del psiquiatra se hallaba en un rincón, cerca de la pared, y ante ella había un gran escritorio de caoba. La superficie de la mesa estaba prácticamente desnuda, con la excepción de un teléfono de sobremesa y del delgado cable castaño que salía de él.
Había algo en aquel cable que inquietó a Natalie y, antes de darse cuenta de su gesto, se halló dentro de la habitación examinando la mesa de trabajo. En seguida reconoció el cable, desde luego; era el cable telefónico.
Y su extremo había sido netamente seccionado junto al enchufe de la pared.
—Miss Plummer —murmuró Natalie—. Eso es lo que llevaba… unas tijeras. Pero ¿por qué?
—¿Por qué no?
Natalie se volvió precisamente cuando el hombre alto y de aspecto distinguido entraba en la habitación.
—Nadie necesitará el teléfono —dijo—. Ya le he dicho que se trata de una fiesta de despedida.
Y soltó una breve risita.
De nuevo, Natalie observó en él algo extrañamente familiar, pero esta vez supo de qué se trataba. Había oído aquella misma risa cuando telefoneó desde la cabina.
—¡Me está gastando una broma! —exclamó—. Usted es el doctor Bracegirdle, ¿verdad?
—No, querida. —Movió negativamente la cabeza mientras pasaba ante ella y se adentraba en el despacho—. Lo que ocurre es que nadie la esperaba. Estábamos a punto de marcharnos cuando usted llegó. Por esto tuvimos que decir algo.
Reinó un momento de silencio.
—¿Dónde está mi tío? —preguntó Natalie por fin.
—Ahí.
Natalie se halló junto al hombre alto, contemplando lo que yacía en el suelo, entre el diván y la pared. No pudo soportar aquella visión más de un segundo.
—Una carnicería —admitió el hombre alto—. Claro que todo fue tan repentino. Me refiero a la oportunidad que se presentó. Y después todos echaron mano a los licores…
Su voz resonaba profundamente en la habitación y Natalie advirtió que había cesado todo el bullicio de la fiesta. Levantó la vista y se dio cuenta de que todos se hallaban ante el umbral, observando.
Después el grupo cedió el paso y miss Plummer entró presurosa en el despacho, llevando una incongruente chaqueta de pieles sobre su arrugado y ajado uniforme.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Lo ha descubierto!
Natalie asintió y dio un paso hacia ella.
—¡Tienen que hacer algo! —exclamó—. ¡Por favor!
—Claro.
Sin embargo, miss Plummer no parecía estar muy impresionada. Los demás se habían congregado en la habitación, detrás de ella, y seguían mirando sin decir palabra. Natalie se volvió hacia ellos, suplicante.
—¿Pero es que no lo ven? —gritó—. Esto ha sido obra de un loco. ¡De alguien que debería estar encerrado en un manicomio!
—Mi querida niña —murmuró miss Plummer, mientras cerraba rápidamente la puerta y daba vuelta a la llave y los silenciosos espectadores avanzaban—, esto es el manicomio.
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