Sordo, mudo y ciego - H. P. Lovecraft y C. M. Eddy





Poco después del mediodía del 28 de junio de 1924, el doctor Morchouse detuvo su automóvil ante la finca Tanner y cuatro hombres descendieron. La pétrea construcción, en perfecto estado de conservación, se alzaba cerca del camino, y, de no ser por el pantano en su parte trasera, carecería de cualquier sugestión siniestra. El blanco e inmaculado portal era visible más allá del pulcro césped, desde alguna distancia camino abajo; y mientras el grupo del doctor se acercaba, pudieron distinguir la pesada puerta abierta de par en par. Tan sólo la mosquitero estaba cerrada. La proximidad de la casa había impuesto una especie de nervioso silencio a los cuatro hombres, ya que lo que acechaba en su interior sólo podía imaginarse con difuso terror. Un terror que se vio sumamente reducido cuando los exploradores escucharon claramente el sonido de la máquina de escribir de Richard Blake.

Menos de una hora antes, un hombre adulto había huido de esta casa, destacado, sin chaqueta y vociferando, para desplomarse ante la puerta de su vecino más próximo, como a un kilómetro, balbuciendo incoherencias sobre:

—Casa... oscuro... pantano... alcoba...

El doctor Morehouse, oyendo que una criatura babeante y enloquecida había escapado de la casa del viejo Tanner por el límite del pantano, no necesitó mayores acicates para entrar en acción. Supo que algo podía suceder desde el momento en que los dos hombres ocuparon la maldita casa de piedra... el hombre que había huido y su patrón, Richard Blake, el poeta de Boston, el genio que había ido a la guerra con cada nervio y sentido alertas, para regresar en su estado actual: aún gallardo, pero medio paralítico; todavía paseando con canciones entre las visiones y sonidos de la viva fantasía, a pesar de estar cerrado para siempre al mundo físico: ¡Sordo, mudo y ciego!

Blake se había deleitado con las extrañas historias y estremecedoras insinuaciones acerca de la casa y sus primeros inquilinos. Tales espantosas tradiciones eran una posesión mental cuyo goce no podía impedir su estado físico. Había sonreído ante el augurio de los supersticiosos pueblerinos. Ahora, con su único acompañante en fuga presa del pánico, y él mismo inerme ante lo que hubiera causado tal espanto, ¡Blake tendría menor ocasión de divertirse y sonreír!

Éstas, en fin, eran las reflexiones del doctor Morehouse mientras encaraba el problema del fugitivo y solicitaba al desconcertado granjero ayuda para desvelar el misterio. Los Morehouse eran una vieja familia de Fenham, y el abuelo del doctor había sido uno de los que quemaron el cuerpo del misántropo Simeón Tanner en 1819. A pesar del tiempo transcurrido, el avezado doctor no podía evitar un escalofrío pensando en tal acto, y en las cándidas conclusiones sacadas por los ignorantes paisanos a partir de una ligera e insignificante malformación del difunto. Sabia que aquel estremecimiento era estúpido, ya que unas minúsculas protuberancias óseas en la parte delantera (¡el cráneo no significan nada, e incluso pueden observarse en algunos calvos.

Entre los cuatro hombres que finalmente decidieron partir hacia esa aborrecida casa en el coche del doctor, hubo un temeroso y singular intercambio de vagas leyendas y medio furtivos fragmentos de habladurías murmuradas por chismosas abuelas... leyendas e insinuaciones pocas veces repetidas y casi nunca cotejadas, Se remontaban tan atrás como 1692, cuando un Tanner fue ajusticiado en Gallows Hill, Salem, tras un juicio por brujería; pero no aumentaron hasta que la casa fue construida en 1747, aunque el edificio actual era más moderno. Ni siquiera entonces los cuentos eran muy numerosos, a despecho de lo extraños que eran todos los Tanner, sino sólo a raíz del último de todos, el viejo Simeón, a quien la gente temía atrozmente.

Se hizo cargo de su herencia —horriblemente, según musitaban algunos— y tapió las ventanas de la habitación sureste, cuyo muro este daba al pantano. Aquél era su estudio y biblioteca, y tenía una puerta de doble grosor con refuerzos. Fue forzada con hachas aquella terrible noche del invierno de 1819, cuando el humo hediondo había ascendido por la chimenea, y allí se encontró el cuerpo de Tanner con aquella expresión en su rostro. Fue a causa de aquella expresión —no por las dos huesudas protuberancias bajo el estropajoso cabello blanco— lo que les llevó a quemar el cuerpo, así como los libros y manuscritos que contenía la estancia. Sin embargo, la corta distancia a la finca Tanner quedó cubierta mucho antes de que la cuestión histórica más importante pudiera cotejarse.

Mientras el doctor, a la cabeza del grupo, abría la mosquitero y entraba al vestíbulo de arcos, se percató de que el sonido de la máquina de escribir había cesado bruscamente. En ese instante dos de los hombres también creyeron notar una débil corriente de aire frío extrañamente fuera de tono con el gran calor del día, aunque más tarde rehusaron jurarlo. El vestíbulo estaba en perfecto orden, así como las diversas estancias en donde penetraron buscando el estudio donde presuntamente se hallaría Blake. El autor había amueblado su casa con exquisito gusto colonial y, aunque no disponía de más ayuda que la de un único sirviente, se había mantenido todo en un estado de admirable limpieza.

El doctor Morehouse guió a sus hombres de habitación en habitación por las puertas abiertas de par en par y las arcadas, hallando por fin la librería o estudio que buscaba: una exquisita habitación orientada al sur, en la planta baja y adyacente a lo que una vez fuera el espantoso estudio de Simeón Tanner, revestida de libros, que el sirviente le leía a través de un ingenioso alfabeto de toques, y los más abultados volúmenes de Braille, que el mismo autor leía con las sensitivas yemas de sus dedos. Richard Blake, por supuesto, estaba allí, sentado como era habitual ante su máquina de escribir, con un montón de hojas recién escritas desparramadas por la mesa y el suelo, y con una hoja aún en la máquina.

Había interrumpido su trabajo, parecía, con cierta brusquedad, quizás por un escalofrío que le había hecho cerrarse el cuello de la bata, y su cabeza estaba vuelta hacia el portal de la soleada habitación adyacente, de forma bastante ¡singular para alguien a quien su falta de vista y oído bloquea toda impresión del mundo exterior.

Al acercarse, situándose donde pudiera ver el rostro del autor, el doctor Morehouse empalideció e hizo gesto a los demás para que permanecieran atrás. Necesitó algún tiempo para tranquilizarse y disipar toda posibilidad de sufrir algún espantoso espejismo. No necesitó tiempo para preguntarse por qué había sido quemado el cuerpo del viejo Simeón Tanner por su expresión aquella noche de invierno, porque allí había algo que sólo una mente perfectamente disciplinada podía enfrentar. El difunto Richard Blake, cuya máquina de escribir había cesado su incesante tecleo sólo cuando los hombres habían penetrado en la casa, había visto algo a pesar de su ceguera y había sido afectado por ello.

No había ninguna humanidad en la mirada de aquel rostro, ni en la macabra y vidriada visión que llameaba en los grandes ojos azules inyectados en sangre, privados de imágenes de este mundo durante seis años. Aquellos ojos estaban clavados con un éxtasis de manifiesto horror sobre el zaguán que llevaba al estudio del viejo Simeón Tanner, donde el sol resplandecía sobre los muros una vez sumidos en la negrura del tapiado. Y el doctor Arlo Morehouse se tambaleó aturdido al descubrir que, a pesar de la deslumbrante luz diurna, las pupilas negras como la tinta de aquellos ojos estaban tan cavernosamente dilatadas como las de los ojos de un gato en la oscuridad.

El doctor cerró aquellos ojos ciegos de mirada fija antes de dejar que los demás vieran el rostro del cadáver. Mientras tanto, estudió el cuerpo sin vida con febril diligencia utilizando minuciosos cuidados técnicos a pesar de sus alterados nervios y casi temblorosas manos. Algunos de sus resultados los comunicaba de tiempo en tiempo al espantado e inquisitivo trío de su alrededor; otros se los guardó juiciosamente para sí mismo, ya que les provocaría especulaciones más inquietantes de lo que las cavilaciones humanas deben ser. No fue nada que él dijera, sino una atenta observación propia, lo que hizo murmurar a uno de los hombres sobre el desgreñado cabello negro del cadáver y la forma en que los papeles estaban esparcidos. Este hombre dijo que era como si una fuerte brisa hubiera soplado por el abierto portal hacia donde estaba vuelto el muerto; pero, aunque las ventanas de mas allá una vez tapiadas estaban en efecto completamente abiertas al cálido aire de junio, apenas hubo un soplo de viento en todo el día.

Cuando uno de los hombres comenzó a recoger las hojas del manuscrito recién mecanografiado que yacían en el suelo y la mesa, el doctor Morehouse le detuvo con un gesto alarmado. Había visto la hoja que permanecía en la máquina y la había sacado precipitadamente, colocándola en su bolsillo tras de que una frase o dos volvieran a hacerle palidecer. Este incidente le hizo recoger por sí mismo las dispersas hojas y apiñarlas en un bolsillo interior sin detenerse a ordenarlas. Pero lo leído no era ni siquiera la mitad de aterrador que lo descubierto: la sutil diferencia de impresión y tecleo que distinguía las hojas recogidas de la que se encontraba en la máquina de escribir.

No pudo disociar esta sombría impresión de la terrible circunstancia que tan celosamente había ocultado a los hombres que oyeran el tecleo de la máquina hacía menos de diez minutos... el hecho que trataba de arrancar incluso de su propia mente hasta estar a solas, retrepado en las misericordiosas profundidades del sillón de su Morris. Uno puede juzgar el temor que sintió ante esto a tenor del esfuerzo que le costó ocultarlo. En más de treinta años de práctica profesional había sido considerado como un forense a quien ningún dato podía ocultarse; aunque, entre tantas formalidades como había seguido, ningún hombre supo jamás que cuando examinó a este cadáver retorcido, de mirada fija y ciego, había descubierto inmediatamente que la muerte debía haber tenido lugar al menos media hora antes del descubrimiento.

El doctor Morehouse cerró la puerta exterior y condujo al grupo por todos los rincones de la vieja casa, buscando cualquier pista que pudiera explicar la tragedia. No obtuvieron más resultado que el fracaso total. Sabía que la trampilla del viejo Simeón Tanner había sido eliminada tan pronto como los libros y cuerpo del recluso fueron quemados, y que la cámara subterránea y el sinuoso túnel bajo los pantanos fueron rellenados una vez descubiertos, casi treinta y cinco años atrás. No vio nuevas anomalías que hubieran tomado su puesto, y todo el lugar mostraba solamente la normal limpieza y la moderna restauración y cuidado propias del buen gusto.

Telefoneando al sheriff de Fenham y al forense del condado en Bayboro, esperó la llegada del primero; éste, al llegar, insistió en juramentar a dos de los hombres como sus ayudantes mientras aparecía el forense. El doctor Morehouse, sabedor de la falsedad y futilidad de las pesquisas oficiales, no pudo evitar sonreír aviesamente al marcharse en compañía del aldeano en cuya casa aún se cobijaba el hombre que había huido.

Encontraron al paciente excesivamente débil, aunque consciente y bastante sereno. Habiendo prometido al sheriff obtener transmitir toda información posible del fugitivo, el doctor Morchouse comenzó un interrogatorio calmado y lleno de tacto que fue recibido con espíritu racional y bien dispuesto, sólo entorpecido por las lagunas de memoria. La mayor parte de la calma del hombre debía provenir de una piadosa incapacidad de recordar, pues todo cuanto dijo fue que había estado en el estudio con su patrón y había creído ver la habitación adyacente oscurecerse bruscamente la estancia donde el resplandor del sol había reemplazado las tinieblas de las ventanas tapiadas durante más de un centenar de años.

Aun este recuerdo, del cual ya medio dudaba, turbaba enormemente los trastornados nervios del paciente, y sólo mediante la mayor gentileza y circunspección el doctor Morehouse le comunicó la muerte de su patrón, víctima natural de un ataque de corazón que sus terribles lesiones de guerra debían haberle provocado. Esto afligió al hombre, ya que había sido un devoto del tullido autor; pero prometió mostrar entereza y enviar el cuerpo a su familia de Boston al finalizar las pesquisas formales del forense.

El médico, tras satisfacer tan imprecisamente como le fue posible la curiosidad del anfitrión y su esposa, y urdiéndolos a amparar al paciente y mantenerlo lejos de la casa Tanner hasta su partida con el cuerpo, condujo de nuevo hacia casa con un creciente temblor de excitación. Al fin era libre de leer el manuscrito mecanografiado por el muerto y obtener por fin una pista sobre qué infernal ser había desafiado aquellos destrozados sentidos de vista y sonido, penetrando tan desastrosamente la delicada inteligencia que rumiaba en la oscuridad y el silencio. Sabía que debía ser una lectura grotesca y terrible, y no se apresuró a comenzarla. De hecho, deliberadamente, guardó el coche en el garaje se embutió confortablemente en una bata y colocó un surtido de medicinas tónicas junto al gran sillón que pensaba ocupar.

Aun tras esto, gastó obviamente tiempo en la lenta colocación de las hojas numeradas, evitando cuidadosamente cualquier ojeada al texto. Sabemos lo que hizo el doctor Morehouse con el Manuscrito. Podría no haber sido leído por nadie más de no haberlo auxiliado su esposa mientras yacía inerte en su sillón una hora más tarde, respirando ruidosamente y sin responder a sacudidas lo bastante violentas como para revivir a la momia de un faraón. Terrible como es el documento, particularmente en el obvio cambio de estilo cerca del final, no podemos evitar creer que la sabiduría popular del médico le descubrió un sumo y supremo horror que nadie más hubiera tenido la desgracia de captar.

Verdaderamente, es opinión generalizada en Fenham que la amplia familiaridad del doctor con las murmuraciones de los ancianos y los cuentos que su abuelo le contó en la Juventud le proveyeron de alguna especial información, a la luz de la que la espantosa crónica de Richard Blake adquirió un nuevo, claro y devastador significado casi insoportable para la mente humana normal. Esto pudo explicar la lentitud de su recuperación esa tarde de junio, la renuencia con la que permitió a su mujer e hijo leer el manuscrito, la singular desgana con la que accedió a su deseo de no quemar un documento tan oscuramente reseñable y, sobre todo, la peculiar rapidez con la que se apresuro a comprar la propiedad del viejo Tanner, demoliendo la casa con dinamita y talando los árboles del pantano hasta una considerable distancia del camino.

Sobre todo este asunto, él mantiene hoy en día un inflexible mutismo y es sabido que se llevará a la tumba un conocimiento del que es mejor que el mundo prescinda. El manuscrito, tal como aquí aparece, fue copiado gracias a la cortesía de Floyd Morchouse, esquire, hijo del médico. Unas pequeñas omisiones, sustituidas por asteriscos, han sido hechas en interés de la paz mental pública, y otras son fruto de la imprecisión del texto, donde el afectado y veloz tecleo del autor incurre en incoherencias o ambigüedad. En tres sitios, donde las lagunas han sido plenamente subsanadas mediante el contexto, se ha acometido la tarea de rellenarlas. Sobre el cambio de estilo cerca del final, es mejor no especular.

Seguramente es bastante plausible atribuir el fenómeno, a la vista del contenido y del aspecto físico del tecleo, a la alborotada y tambaleante mente de la víctima cuyos grandes impedimentos no le habían arrendado ante nada antes de ese momento. Las mentes audaces están en libertad de sacar sus propias conclusiones.

He aquí, pues, el documento, escrito en una casa maldita por un cerebro cerrado a la vista y sonido del mundo... un cerebro aislado y librado a la compasión y las burlas de poderes que los hombres dotados de vista y oído nunca han encarado. Contrapuesto como es respecto de cuanto conocemos del universo por físicos, químicos y biólogos, la mente lógica puede clasificarlo como un singular producto de demencia... una demencia contagiada al hombre que huyó a tiempo de la casa. Y así, en efecto, puede considerarse mientras el doctor Arlo Morehouse mantenga su silencio.

El manuscrito
Los vagos recelos del último cuarto de hora están ahora convirtiéndose en temores definidos. Para comenzar, estoy absolutamente convencido de que algo debe haberle sucedido a Dobbs. Por primera vez desde que estamos juntos, ha fallado en responder a mis requerimientos. Cuando no contestó a mis repetidos timbrazos,supuse que la campana debía estar estropeada, pero he golpeado la mesa con suficiente vigor como para despertar al pasaje de Caronte. Al principio pensé que debía haber salido de la casa para tomar un poco el fresco, ya que ha habido calor y bochorno toda la tarde, pero no es propio de Dobbs estar mucho tiempo lejos sin cerciorarse de que no necesito nada.

Son, sin embrago, los insólitos sucesos de los últimos minutos lo que confirman mi sospecha de que la ausencia de Dobbs es ajena a su voluntad. Es el mismo suceso que me lleva a poner mis conjeturas sobre el papel con la esperanza de que el simple acto de registrarlos pueda revelar una cierta y siniestra sugestión de inminente tragedia. Aunque lo intento, no puedo sacar de mi cabeza las leyendas relacionadas con esta vieja casa... simples necedades supersticiosas para deleite de cerebros resecos y en las que no gastaría mi pensamiento si Dobbs estuviera aquí.

En los años que he permanecido aislado del mundo que conocía, Dobbs ha sido mi sexto sentido. Ahora, por primera vez desde mi mutilación, comprendo todo el alcance de mi impotencia. Es Dobbs quien ha compensado mis ojos invidentes, mis oídos inútiles y mi garganta sin voz, así como mis piernas inválidas. Hay una jarra de agua en la mesa de la máquina de escribir. Sin Dobbs para rellenarla cuando se vacía, mis apuros serían los de Tántalo. Poco ha ocurrido en esta casa desde que vivimos aquí: poco tienen en común el parlanchín campesinado y un paralítico que no puede ver, oir o hablar con ellos; pueden pasar días antes de que nadie aparezca. Solo, con sólo mis pensamientos para hacerme compañía; inquietantes pensamientos que no han sido precisamente apaciguados por las sensaciones de los últimos minutos.

No me gustan esas sensaciones, tampoco, porque más y más se transforman de simples chismes de aldea en una imaginería fantástica que afecta mis emociones de la forma más peculiar y sin precedentes. Parecen haber pasado horas desde que comencé a escribir esto, pero sé que no pueden ser más que unos pocos minutos, porque había justo insertado esta nueva página en la máquina. La acción mecánica de cambiar de hojas, simple como es, me ha dado un nuevo asidero de mí mismo. Quizás pueda sacudirme ese sentimiento de peligro que se acerca lo bastante como para registrar lo que acaba de suceder.

Al principio no era más que un simple temblor, algo similar al estremecimiento de un bloque de viviendas baratas cuando un pesado camión ruge pegada al bordillo... pero éste no es un edificio mal construido. Tal vez soy sensible a tales cosas, y puede ser que esté dando rienda suelta a mi imaginación, pero me parece que la perturbación es más intensa directamente frente a mí... y mi silla está cara al ala sureste, lejos de la carretera, ¡directamente en línea con el pantano en el fondo de la morada! Por engañoso que esto pudiera ser, no se puede negar lo que siguió. Estoy recordando los instantes en que he sentido temblar el suelo bajo mis pies bajo el estallido de proyectiles gigantes; tiempos en los que vi buques sacudidos como cascarones por la furia de un tifón.

La casa se estremecía como cenizas del Dweurgar en los cedazos de Niflheim. cada listón del suelo bajo mis pies se estremeció como un ser doliente. Mi máquina de escribir tembló hasta que pude imaginar que las teclas castañeteaban de miedo. Tras un breve instante, todo pasó. Todo quedó tan calmado como antes. ¡Demasiado calmado! Parecía imposible que una cosa así pudiera ocurrir y, sin embargo, dejar todo exactamente como antes. No, no exactamente... ¡estoy plenamente convencido de que algo le ha ocurrido a Dobbs!

Es esta convicción, unida a esta calma antinatural, lo que acentúa el miedo premonitorio que persiste en reptar a mi alrededor. ¿Miedo? Sí... aunque estoy tratando de razonar cuerdamente conmigo mismo que no hay anda que temer. Los críticos han elogiado y condenado mi poesía porque muestra lo que ellos denominan una vívida imaginación. En un momento como éste puedo de corazón unirme a quienes gritan demasiado vívida. Nada puede estar fuera tan de lugar o...

¡Humo!

Como un débil rastro sulfuroso, pero inconfundible a mi agudo olfato. Tan débil, de hecho, que me es imposible determinar si viene de algún lugar de la casa o entra a través de la ventana de la habitación adyacente que se abre al pantano. La impresión se convierte rápidamente en algo más claramente definido. Estoy seguro ahora de que no viene del exterior. Erráticas visiones del pasado, sombrías escenas de otros días, vuelven a mí en un recuerdo estereoscópico. Una fábrica llameante, histéricos gritos de mujeres aterrorizadas atrapadas por paredes de fuego, una ardiente escuela, lastimeros gritos de desamparados niños presos derrumbadas escaleras; un teatro en llamas, frenética babel de gente enloquecida por el pánico luchando por liberarse sobre agrietados suelos y, sobre todo, las impenetrables nubes de negro, nocivo, malicioso humo contaminando el pacífico cielo.

El aire de la habitación está saturado con oleadas espesas, pesadas, sofocantes, y a cada momento espero sentir las lenguas llameantes lamer con avidez mis piernas inútiles. Me duelen los ojos. Mis oídos laten: toso y me sofoco tratando de librar mis pulmones de los hedores de Ocypete; humo, tal como se asocia con aterradoras catástrofes: acre, hediondo, mefítico humo mezclado con el nauseabundo olor de la ardiente carne.

Una vez más estoy a solas con esta portentosa calma. La bienvenida brisa que acaricia mis mejillas está restaurando rápidamente mi perdido valor. Naturalmente, la casa no puede estar en llamas, ya que hasta el último vestigio del torturante humo se ha desvanecido. No puedo detectar un simple rastro de él, a pesar de que he estado olfateando como un sabueso. Estoy comenzando a preguntarme si no estaré volviéndome loco, si los años de soledad han desencajado mi mente, pero el fenómeno ha sido demasiado definido para permitirme clasificarlo como una simple alucinación.

Cuerdo o loco, no puedo concebir tales cosas sino como realidades, y al momento las catalogo como algo sobre lo que no puedo sacar más que una conclusión lógica. La inferencia en sí es bastante para trastornar cualquier estabilidad mental. Admitir esto es dar carta de verdad a los superticiosos rumores que Dobbs recopila de los aldeanos y transcribe para que las sensibles yemas de mis dedos puedan leerlos... ¡rumores sin sustancia que mi mente materialista instintivamente condena como necedades!

¡Quisiera que los pitidos en mis oídos cesaran! Es como si espectrales instrumentistas locos aporrearan a dúo lacerantes tambores. Supongo que se trata simplemente de una reacción a la sofocante sensación que acabo de experimentar. Unas pocas bocanadas más de este aire vivificante ¡Algo, hay algo en la habitación! Estoy tan seguro de no estar solo como si pudiera ver la presencia que tan irrefutablemente siento. Es una impresión bastante similar a la que he tenido mientras me abría paso a través de una calle abarrotada: la definida noción de ojos me han elegido entre el resto de la muchedumbre con una mirada lo bastante intensa como para captar mi atención subconsciente, la misma sensación, sólo que multiplicada.

¿Quién, qué puede ser? Después de todo, mis temores deben ser infundados, quizás significa tan sólo que Dobbs ha regresado. No... no es Dobbs. Como esperaba, el estruendo en mis oídos ha cesado y un leve susurro ha captado mi atención, el abrumador significado del hecho acaba de registrarse por sí solo en mi aturdido cerebro... ¡Puedo oír!

No es una simple voz susurrante, ¡sino muchas! El lascivo zumbido de bestiales moscardones. Satánicos zumbidos de libidinosas abejas, sibilantes silbidos de obscenos reptiles, ¡un susurrante coro que la garganta humana no puede entonar! Aumenta de volumen, las habitaciones resuenan con demoníacos cánticos: destemplados, desentonados y grotescamente roncos, un diabólico coro entonando espantosas letanías, peanes de miseria mefitofélica elevados a música por almas dolientes, un odioso crescendo de odioso pandemónium.

Las voces que me rodean están acercándose a mi silla. El cántico ha tenido un abrupto final y los susurros se han convertido en sonidos ininteligibles. Fuerzo mis oídos para distinguir las palabras. Cerca, y aún más cerca. Son claras ahora. ¡Demasiado claras! Mejor hubiera sido que mis oídos hubieran permanecido sordos por siempre que ser obligados a escuchar sus voceríos infernales. Impías revelaciones de Saturnales corruptoras de almas, gulescas concepciones de devastadoras catástrofes, profanas invitaciones a orgías cabíricas, malevolentes amenazas de castigos inimaginables.

Hace frío. ¡Un frío impropio de la estación! Como inspirada por la cacodemoniaca presencia que me acosa, la brisa que era tan amistosa hace pocos minutos crece rabiosa en mis oídos, una helada galerna que sopla desde el pantano y me hiela hasta los huesos. Si Dobbs ha huido de mi lado, no se lo reprocho. No me gustan la cobardía o el temor implorante, pero aquí hay cosas. ¡Sólo deseo que su destino no haya sido peor que el haber salido a tiempo!

Mi última duda se ha disipado. Estoy doblemente contento, ahora, de haberme resuelto a escribir mis impresiones. No espero que nadie pueda entender, o creer; ha sido un alivio de la enloquecedora tensión de ociosa espera ante cada nueva manifestación de anormalidad psíquica. Según parece, hay tres caminos que puedo tomar: huir de este maldito lugar y gastar los torturantes años del porvenir tratando de olvidar, pero no puedo huir; admitir una abominable alianza con fuerzas tan malignas que el Tártaro, comparado con ellas, parecería la antesala del Paraíso, pero no puedo admitirlo; morir... pero preferiría mutilar mi cuerpo miembro a miembro que mancillar mi alma en un bárbaro truque con tales emisarios de Belial.

Tengo que descansar un instante para soplar en mis dedos. La habitación está helada con la fétida gelidez de la tumba... un apacible entumecimiento se enrosca sobre mí... debo combatir esta lasitud; está socavando mi determinación de morir antes de ceder a esas incidiosas demandas... Juro, de nuevo, resistir hasta el final... el final que sé que no puede estar lejos. Invisibles dedos me atenazan... dedos fantasmales que carecen de fuerza física para apartarme de mi máquina... dedos helados que me impulsan a un vil vórtice de vicio... dedos diabólicos que me arrastran a un albañal de eterna iniquidad... dedos muertos que detienen mi respiración y hacen sentir mis ojos ciegos como si ardieran de pena... heladas puntas oprimiendo mis sienes... duros, huesudos bultos como cuernos... el hálito boreal de algún ser largo tiempo muerto besa mis febriles labios y cauteriza mi ardiente garganta con heladas llamas...

Está oscuro. No la oscuridad que es parte de años de ceguera, la impenetrable oscuridad de la noche marcada de pecado... la negrura de la pez del Purgatorio.

Veo —¡spes mea Christus! es el fin...

No hay en la mente mortal ninguna defensa ante fuerzas más allá de la imaginación humana. Ni los espíritus inmortales pueden vencer a aquello que ha saboreado las profundidades y hecho de la humanidad un fugaz instante. ¿El fin? ¿En absoluto! Tan sólo el maravilloso comienzo.

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