Al consignar sobre lo que el doctor me dice en mi lecho de muerte, mi más espantoso temor es que el hombre esté equivocado. Supongo que me enterrarán la semana que viene; pero…
En Londres hay un hombre que grita cuando tañen las campanas de la iglesia. Vive solo ton su gato listado en Gray’s Inn, y la gente le considera un loco inofensivo. Su habitación está llena de libros insulsos y pueriles, y hora tras hora trata de abstraerse en sus débiles páginas. Todo lo que quiere en esta vida es no pensar. Por alguna razón, el pensar le resulta espantoso, y huye como de la peste de cuanto pueda excitar la imaginación. Es muy flaco, y gris, y está lleno de arrugas; pero hay quien afirma que no es tan viejo corno aparenta. El miedo ha clavado en él sus garras espantosas, y el menor ruido le hace sobresaltarse con los ojos muy abiertos y la frente perlada de sudor. Los amigos y compañeros le rehúyen porque no quiere contestar a sus preguntas. Los que le conocieron en otro tiempo como erudito y esteta dicen que da lástima verle ahora. Ha dejado de frecuentarles hace años, y nadie sabe con seguridad si ha abandonado el país, o meramente ha desaparecido en algún callejón oscuro. Hace ya una década que se instaló en Gray’s Inn, y no ha querido decir de dónde había venido, hasta la noche en que el joven Williams compró el Necronomicón.
Williams era un soñador, y sólo tenía veintitrés años; y cuando se mudó a la casa antigua, percibió en el hombre arrugado y gris de la habitación vecina algo extraño, un soplo de viento cósmico. Le obligó a admitir su amistad cuando los viejos amigos no se atrevieron a imponerle la suya, y se maravilló ante el espanto que dominaba a aquel hombre lúgubre y demacrado que observaba y escuchaba. Porque nadie podía dudar que anduviera siempre vigilando y escuchando.
Vigilaba y escuchaba con la mente más que con la vista y el oído, y pugnaba a cada instante por ahogar alguna cosa en su incesante lectura de alegres e insípidas novelas. Y cuando las campanas de la iglesia empezaban a tañer, se tapaba los oídos y gritaba, y el gato gris que vivía con él maullaba al unísono, hasta que se apagaba reverberando el último tañido.
Pero por mucho que Williams lo intentaba, no conseguía que su vecino le hablase de nada profundo u oculto. El anciano no vivía de acuerdo con su aspecto y su conducta, sino que fingía una sonrisa y un tono ligero, y parloteaba febril y frenético sobre alegres trivialidades; su voz se elevaba y se embrollaba a cada instante, hasta que acababa en un falsete aflautado e incoherente. Sus intrascendentes observaciones delataban con claridad que sus conocimientos eran profundos y serios; y a Williams no le sorprendió oírle contar que había estado en Harrow y en Oxford. Más tarde descubrió que era nada menos que lord Northam, de cuyo antiguo castillo hereditario en la costa de Yorkshire tantas historias extrañas se contaban; pero cuando Williams quiso hacerle hablar de su castillo y de su supuesto origen romano, él negó que hubiese nada fuera de lo normal en él. Incluso dejó escapar una destemplada risita cuando salió a relucir el tema de un supuesto segundo nivel de criptas excavadas en la roca viva del precipicio que mira ceñudo al Mar del Norte.
Así andaban las cosas, hasta la noche en que Williams regresó a casa con el Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred. Conocía la existencia de este libro desde los dieciséis años, en que su incipiente pasión por lo insólito le impulsó a hacerle extrañas preguntas a un viejo y encorvado librero de Chandos Street; y siempre se había preguntado por qué los hombres palidecían cada vez que hablaban de dicho libro. El viejo librero le había contado que sólo se sabía que hubieran sobrevivido cinco ejemplares a los consternados decretos de los sacerdotes y legisladores, y que todos ellos los guardaban bajo llave, con temeroso cuidado, los conservadores que se habían atrevido a iniciar la lectura de sus odiosos y negros caracteres. Pero ahora, al fin, no sólo había descubierto un ejemplar accesible, sino que lo había hecho suyo por un precio risible. Lo había encontrado en la tienda de un judío en el barrio mísero de Clare Market, donde solía comprar cosas extrañas; y casi le pareció que el viejo y nudoso levita sonreía por debajo de la maraña de su barba en el momento de su gran descubrimiento. La voluminosa cubierta de piel con cierre de latón era llamativamente visible, y su precio absurdamente bajo.
Una simple mirada a su título bastó para sumirle en el delirio, y algunos de los diagramas insertos en el texto redactado en un latín vago despertaron los recuerdos más tensos e inquietantes en su cerebro. Comprendió que era absolutamente necesario llevarse a casa el pesado volumen y empezar a descifrarlo; y salió de la librería con tanta precipitación, que el viejo judío dejó escapar una turbadora risita al verle salir. Pero una vez en su habitación, descubrió que la letra ennegrecida y el estilo degradado eran excesivos para sus conocimientos lingüísticos, y fue a ver, no muy convencido, al extrañamente asustado amigo para pedirle ayuda en aquel latín deformado y medieval. Encontró a lord Northam diciéndole tonterías a su gato listado, y al entrar el joven se sobresaltó. Se estremeció violentamente al ver el libro, y se desmayé cuando Williams le leyó el título. Al recobrar el conocimiento, le contó su historia; ‘le habló de su fantástica locura con murmullos frenéticos, no fuese que su amigo tardara en quemar el libro y esparcir sus cenizas.
Sin duda hubo algún error al principio, susurró lord Northam; pero nada habría ocurrido si no hubiese ido él demasiado lejos en sus exploraciones. Era el décimo- noveno barón de una estirpe cuyos principios se remontaban de forma inquietante al pasado…, a un pasado increíblemente lejano, si había que hacer caso a la vaga tradición, ya que Ciertas historias familiares situaban sus orígenes en los tiempos presajones, en que cierto Luneus Gabinius Capito, tribuno militar de la Tercera Legión Augusta, entonces acantonada en Lindus, la Britania romana, había sido depuesto sumariamente de su mando por participar en determinados ritos que no guardaban relación con ninguna de las religiones conocidas; Gabinius, decían los rumores, había acudido a la caverna del acantilado donde se reunían gentes extrañas y hacían el Signo Antiguo por las noches; gentes extrañas a quienes los britanos no conocían — ni miraban sino con temor—, supervivientes de un gran país de Occidente que se había hundido, dejando sólo las islas con sus megalitos y sus círculos y santuarios, de los que el más grande era Stonehenge. No se sabía cuánto había de cierto, naturalmente, en la leyenda que atribuía a Gabinius la construcción de una fortaleza inexpugnable sobre una cueva prohibida y la fundación de una estirpe que ni pictos, ni sajones, ni daneses, ni normandos fueron capaces de exterminar; o en la tácita suposición de que de dicha estirpe nació el intrépido compañero y lugarteniente del Príncipe Negro, a quien Eduardo III dio el título de barón de Northam. No se tenía certeza sobre estas cosas; sin embargo, se hablaba de ellas a menudo; y en verdad, la torre del homenaje de Northam se parecía de manera alarmante al muro de Adriano. De pequeño, lord Northam había tenido extraños sueños, cada vez que dormía en las partes más antiguas del castillo, y había adquirido el hábito de contemplar retrospectivamente, a través de su memoria, escenarios brumosos y pautas e impresiones ajenas por completo a sus experiencias vigiles Se convirtió en un soñador a quien la vida resultaba insulsa y poco satisfactoria; en un explorador de extrañas regiones y relaciones en otro tiempo familiares, pero que no se encontraban en ninguna de las regiones visibles de la Tierra.
Dominado por la impresión de que nuestro mundo tangible es sólo un átomo de un tejido inmenso y siniestro, y que desconocidas potencias presionan y penetran la esfera de lo conocido en cada punto, Northam, durante su juventud y en la primera etapa de su madurez, apuré, una tras otra, las fuentes de la religión formal y el misterio de lo oculto. En ninguna parte, sin embargo, pudo encontrar satisfacción y contento; y al comenzar a envejecer, los achaques y las limitaciones de la vida se fueron volviendo cada vez más enloquecedoras para él.
Durante los años noventa se interesó por el satanismo, y siempre devoró con avidez cualquier doctrina o teoría que pareciera prometerle la huida de las cerradas perspectivas de la ciencia y de las leyes tediosamente invariables de la Naturaleza. Sorbía con entusiasmo libros como el relato quimérico de Ignatius Donnelly sobre la Atlántida, y una docena de oscuros precursores de Charles Fort le cautivaron con sus extravagancias. Recorrió leguas para seguir la pista de un relato sobre un pueblo furtivo de anormales prodigiosos, y una de las veces fue al desierto de Arabia en busca de la Ciudad Sin Nombre, de la que había oído hablar vagamente, y que ningún hombre había contemplado. Allí sintió nacer en su interior la fe tentadora de que existía un acceso fácil a dicha ciudad, y de que si uno lo encontraba, se le abrirían libremente las profundidades exteriores cuyos ecos vibraban tan oscuramente en el fondo de su memoria.
Puede que estuviera en el mundo visible; o quizá estaba sólo en su mente y en su alma. Tal vez guardaba él, dentro de su cerebro, aquel vínculo misterioso que le despertaría a las vidas anteriores y futuras de olvidadas dimensiones; que le uniría a los astros, y a las infinitudes y eternidades que se encuentran más allá de todos ellos…
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