El viejo Bugs - H. P. Lovecraft





Una tragedia estrafalaria de Marcus Lollius, Procónsul de la Galia.

El tugurio de Sheehan, que adorna uno de los callejones inferiores del distrito céntrico ganadero de Chicago, no es lo que se dice un lugar agradable. Su atmósfera, colmada por un millar de olores semejantes a los de Colleridge, podría haber encontrado en Colonia, apenas sabe lo que son los rayos purificadores del sol, y tiene que luchar, para hacerse un hueco, contra las acres humaredas de innumerables puros baratos y cigarrillos que cuelgan de los labios toscos de las bestias humanas que merodean por tal lugar, día y noche.

Pero la popularidad del antro de Sheehan no se resiente de ello, y hay una razón para que así sea; una razón que resulta obvia para cualquiera que se tome la molestia de olfatear los aromas mezclados que allí se encuentran. Sobre y ente los humos y el olor a cerrado, se nota un aroma que una vez fue familiar en todo el mundo, pero que ahora se encuentra arrinconado a las esquinas de la vida, merced al edicto de un gobierno benevolente: el olor a whisky fuerte y mal… una rara avis, de hecho, en este año de gracia de 1950.

El Sheehan es el centro reconocido del tráfico clandestino de licor y drogas, y tal circunstancia tiene cierta dignidad que toca incluso a los desaliñados asiduos a tal lugar; pero, incluso así, había alguien que quedaba al margen de tal palio de dignidad; uno que compartía la miseria y suciedad del Sheehan, pero no su importancia. Le llamaban el Viejo Bugs y era el ser más despreciable de un submundo despreciable. Uno podía tratar de averiguar qué había sido alguna vez; ya que su lenguaje y ademanes, cuando se embriagaba lo suficiente, eran lo bastante curiosos como para despertar el interés; sin embargo, era menos difícil determinar qué era… ya que el Viejo Bugs encarnaba, hasta un grado superlativo, a la patética especie que se llama perdedor o marginal. Era imposible determinar su procedencia. Cierta noche había interrumpido de forma estrambótica en el Sheehan, echando espuma por la boca y pidiendo a gritos whisky y hachís, y cuando se lo suministraron a cambio de la promesa de hacer trabajos serviles, se había quedado ya allí, limpiando suelos y lavando escupideras y vasos, y haciendo un centenar de trabajos de baja estofa similares, a cambio del alcohol y las drogas que necesitaba para mantenerse vivo y cuerdo.

Hablaba poco, y cuando lo hacía, era por lo común en la jerga usual al submundo; pero, de vez en cuando, si se inflamaba gracias a una generosa y desmedida dosis de whisky barato, estallaba en sartas de incomprensibles polisílabos y fragmentos sonoros de prosa y verso, lo que hacía que algunos asiduos conjeturaran que había conocido días mejores. Un habitual -un desfalcador hundido- solía conversar con él, con bastante regularidad, y a tenor de sus palabras llegó a suponer que, en su día, había sido escritor o profesor. Pero la única verdad tangible sobre el pasado del Viejo Bugs era una foto desvaída que llevaba siempre encima… la fotografía de una joven de facciones nobles y hermosas. La sacaba a veces de su maltratada cartera, desenvolvía cuidadosamente su envoltura de tela encerada y la contemplaba durante horas con expresión de inefable tristeza y ternura. No era el retrato de nadie a quien pudiera llegar a conocer alguien del submundo, sino el de una mujer de buena cuna y educación, vestida con las ropas livianas de hacía treinta años.

El Viejo Bugs mismo parecía sacado del pasado, ya que sus indescriptibles ropajes tenían todas las marcas de un tiempo pretérito. Era un hombre sumamente alto, que quizá rebasaba el uno ochenta, aunque sus hombros hundidos disimulaban a veces tal hecho. Su pelo, de un blanco sucio que caía en mechones, jamás se rizaba, y en su rostro flaco crecía una espesa y enmarañada pelambrera que siempre resultaba incipiente -nunca afeitada-, pero sin llegar a formar una barba respetable. Su semblante fue quizá noble algún día, pero ahora mostraba los devastadores efectos de una terrible disipación. En algún momento -quizá en la mediana edad- había sido sin duda un tipo gordo, pero ahora estaba horriblemente delgado, con la carne amoratada colgando en bolsas bajo sus ojos legañosos y bajo sus mejillas. En conjunto, el Viejo Bugs no ofrecía una estampa agradable.

El carácter del Viejo Bugs desentonaba, en forma extraña, con su aspecto. De ordinario era, en verdad, del tipo despojo humano -dispuesto a hacer lo que fuese a cambio de una dosis de whisky o hachís-; pero a raros intervalos, mostraba el trato que le había ganado su apodo. En esos instantes trataba de enderezarse y un cierto fuego le asomaba a los ojos hundidos. Su porte podía asumir una gracia y aun una dignidad inesperadas, y las sórdidas criaturas que lo rodeaban podían sentir en él cierta superioridad…un algo que los volvía menos proclives a propinar los usuales sopapos y puñetazos a ese pobre e indefenso criado. En tales momentos podía hacer gala de un humor sardónico y hablar sobre cosas que hacían que los parroquianos del Sheehan lo tomasen por loco e irracional. Pero tales arrebatos pasaban pronto y, de nuevo, el Viejo Bugs volvía a su eterno lavar de suelos y lavar escupideras. De no mediar cierta faceta, el Viejo Bugs hubiera sido el esclavo ideal de aquel sistema… y tal faceta era su forma de comportarse cuando iniciaban a un joven en la bebida.

El Viejo se alzaba de los suelos, furioso y excitado, farfullando amenazas y advertencias y extraños juramentos, como animado por una espantosa ansiedad que estremecía a más de una mente drogada en aquella abarrotada habitación. Pero, al cabo de un tiempo, su mente, debilitada por el alcohol, comenzaba a divagar y, con una risa enloquecida, retornaba de nuevo a su fregona o a su bayeta. No creo que ninguno de los asiduos del Sheehan olvide nunca el día en que llegó el joven Alfred Trever. Era, sobre todo, un curioso -un joven rico y cultivado que quería rozar el límite en cualquiera de sus acepciones-; al fin y al cabo, esa era la opción de Pete Schultz, el gancho del Sheehan que captó al chico en el Lawrence College, en la pequeña ciudad de Appleton, Wisconsin. Trever era hijo de unos padres relevantes en Appleton. Su padre, Karl Trever, era abogado y ciudadano de renombre, mientras que su madre se había forjado una envidiable reputación como poetisa, con el nombre de soltera de Eleanor Wing. El propio Alfred era un erudito y poeta de talla, aunque se veía manchado por cierta irresponsabilidad infantil, lo que lo hacía la presa ideal para el gancho del Sheehan. Era rubio, agraciado y consentido; vivaz y ávido de probar todas las formas de disipación que había conocido por lecturas y de oídas. En el Lawrence había sido un miembro destacado de la fraternidad burlesca de Tappa Tappa Keg, donde fue el más salvaje y alegre de los salvajes y alegres jóvenes transgresores, pero toda aquella frivolidad inmadura y colegial no llegaba a satisfacerle.

Supo, gracias a los libros, que existían vicios más profundos, y quería conocerlos de primera mano. Quizá su tendencia a lo extraño había sido fomentada, de alguna forma, por la represión a la que lo habían sometido en su casa familiar; ya que la señora Trever tenía razones personales para aplicar una severidad rigurosa en la educación de su único hijo. Ella misma, en su juventud, se había visto profunda y permanentemente impresionada por el horror a la disipación, producto del caso de uno a la que en un tiempo había estado prometida. El joven Galpin, el prometido en cuestión, había sido uno de los hijos más preclaros de Appleton. Habiendo ganado ya distinción siendo niño, gracias a su mente poderosa, obtuvo fama en la Universidad de Wisconsin, y a la edad de veintitrés años volvió a Appleton para convertirse en profesor del Lawrence y poner un diamante en el dedo de la hija más bella y brillante de Appleton. Durante un trimestre todo fue bien, hasta que la tormenta estalló sin previo aviso.

Ciertos hábitos perniciosos, que tenían su origen en una primera ingesta de bebida hecha años antes, durante un retiro en los bosques, se manifestaron en el joven profesor, y sólo una rápida renuncia hizo que se librase de un castigo legal por insulto a los hábitos y a la moral de los pupilos a su cargo. Se rompió el compromiso y Galpin emigró al Este en busca de una nueva vida; pero, sin que pasara mucho tiempo, la gente de Appleton supo que había caído en desgracia en la Universidad de Nueva York, donde había logrado plaza de profesor de inglés. Galpin dedicaba su tiempo a la biblioteca y a la lectura, a preparar volúmenes y conferencias sobre diversos temas, conectados todos con las belles lettres, y mostrando siempre un genio tan destacable que parecía que el público podía a veces perdonar sus pasados errores. Sus apasionadas lecturas en defensa de Villon, Poe, Verlaine y Wilde podían aplicársele igualmente a él mismo, y, el corto veranillo de su gloria, se habló incluso de un nuevo compromiso con cierta familia ilustre de Park Avenue. Pero luego todo estalló.

Una caída final, comparable a las demás, rompió las ilusiones de aquellos que habían creído en la redención de Galpin, y el joven cambió de nombre, para desaparecer de la vida pública. Ciertos rumores dispersos lo asociaban con un tal Cónsul Hasting, cuyo trabajo en el teatro y el cine atraían cierta atención, gracias a la amplitud y profundidad de su erudición, pero Hasting pronto desapareció de escena, y Galpin se convirtió, únicamente, en un nombre que los padres pronunciaban a modo de advertencia. Eleanor Wing se casó pronto con Karl Trever, un joven abogado en alza, y de su primitivo novio no guardó más que el recuerdo suficiente como para poner su nombre a su único hijo, así como para aplicarse a la guía de ese joven agraciado y testarudo. Sin embargo, ahora, pese a tal educación, Alfred Trever estaba en el Sheehan, a punto de tomar su primer trago.

-Jefe -gritó Schultz al entrar en la hedionda estancia, junto a su joven víctima-. Traigo a mi amigo Al Trever, el mejor tipo de Lawrence, que está en Appleton, Wisconsin, como bien sabéis. Algunos comienzan jóvenes, también. Su padre es un gran abogado en su pueblo y su madre un genio de la literatura. Quiere ver la vida tal como es, saber a qué sabe el verdadero matarratas… tan sólo recuerde que es mi amigo y trátelo bien.

Cuando se pronunciaron los nombres Trever, Lawrence y Appleton, los ociosos presentes creyeron sentir algo inusual. Quizá no era más que algún sonido relacionado con el entrechocar de bolas en las mesas de billar, o el resonar de botellas procedentes de las misteriosas zonas del fondo -quizá sólo eso, o un extraño agitar de las sucias cortinas, en alguna de las mugrientas ventanas-, pero muchos creyeron que alguien en la habitación había hecho rechinar los dientes y tomado una honda inspiración.

-Me alegra conocerlo, Sheehan -dijo Trever en un trono tranquilo y cultivado-. Es la primera vez que vengo a un sitio como este, pero soy estudiante de las cosas de la vida y no quiero ahorrarme ninguna experiencia. Hay cierta poesía en este tipo de cosas, ya sabe… o quizá no lo sabe, pero es igual.

-Joven –repuso el propietario-. Ha venido usted al lugar idóneo para ver lo que es la vida. Tenemos de todo aquí… vida de verdad y tiempo por delante. El maldito gobierno puede domesticar a la gente si ésta se lo permite, pero no puede parar a un tipo si lo que desea es esto. ¿Qué es lo que quiere, amigo: alcohol, coca o qué? No podrá pedirnos nada que no tengamos.

Los asiduos dicen que, en ese momento, se percataron de que los golpes de fregona, regulares y monótonos, habían cesado.

-Quiero whisky… ¡Whisky de centeno a la vieja usanza! -exclamó entusiasmado Trever-. Tengo que decirle que estoy hastiado del agua tras leer acerca de las buenas borracheras que se corrían en el pasado. No puedo leer las Anacreónticas sin salivar… ¡y mi boca me pide algo más fuerte que el agua!

-Anacreónticas… ¿pero qué rayos es eso? -algunos de aquellos parásitos miraron al joven como si no estuviera en sus cabales. Pero el defraudador les explicó que Anacreonte era un tipo que había vivido hacía muchos años, y que había escrito acerca de la alegría que sentía cuando todo el mundo era como el Sheehan.

-Veamos, Trever -siguió el estafador -¿No ha dicho Schultz que su madre es una literata?

-Sí, maldita sea -replicó Trever- ¡Pero no en la misma forma que el viejo escritor tebano! Ella es una de esas moralistas pacatas y eternas que se empeñan en quitar toda la alegría a la vida. Una especie ñoña… ¿No hablar de ella? Escribe todo bajo el nombre de soltera de Eleanor Wing.

Fue entonces cuando el Viejo Bugs dejó caer su fregona.

-Bueno, aquí está el alpiste -anunció jovialmente Sheehan, entrando en la sala con una bandeja llena de botellas y vasos-. Bueno y viejo centeno, tan fuerte como no se puede encontrar otro igual en todo Chicago.

Los ojos de joven relampaguearon y sus narices se distendieron ante los vapores que un camarero estaba sirviendo delante de él. Le repelía de forma horrible y repugnaba a toda su delicadeza heredada, pero lo sostuvo su determinación a probar la vida hasta el fondo, y logró mantener un aspecto decidido. Pero, antes de que pudiera poner a prueba su resolución, intervino lo inesperado. El Viejo Bugs, saltando desde la posición acuclillada en que había estado hasta entonces, saltó sobre el joven y le arrancó de la mano el inspirador caso, casi al mismo tiempo que atacaba la bandeja de botellas y vasos con su fregona, provocando que se hicieran mil pedazos sobre el suelo, en una confusión de aromáticos fluidos, y botellas y vasos rotos. Hombres, o seres que habían sido hombres, se lanzaron al suelo y comenzaron a lamer los charcos de licor; pero la mayoría se quedó quieta, observando la insólita acción de aquel esclavo y despojo de bar. El Viejo Bugs se irguió ante el atónito Trever y le dijo, con voz suave y cultivada:

-No lo haga. Yo, en otro tiempo, era como usted y di el paso. Ahora soy… esto.

-¿Pero qué rayos está diciendo usted, viejo chiflado? -barbotó Trever-. ¿Cómo se atreve a interferir en los placeres de un caballero?

Sheehan, recobrándose entonces de su asombro, avanzó y puso una mano pesada en el hombro de aquel viejo desdichado.

-¡Esta ha sido la última vez, maldito bicharraco! -exclamó fuera de sí-. Cuando un caballero desea tomar un trago aquí, lo hace, vive Dios, sin que nadie lo moleste. Lárgate ahora mismo de mi local, antes de que te eche a patadas.

Pero Sheehan había obrado sin un conocimiento científico de la psicología anómala y de los efectos de una crisis nerviosa. El Viejo Bugs, sosteniendo con una mano firme su fregona, comenzó a blandirla como la jabalina de un hoplita macedonio, y no tardó en abrir un buen espacio a su alrededor, soltando, entre tanto, una verborrea incoherente, en mitad de la cual se le podía oír decir:

-…los hijos de Belial, encendidos de insolencia y vino.

La habitación se convirtió en un pandemonio, y los hombres gritaban y aullaban de espanto ante el siniestro ser que habían despertado. Trever parecía aturdido y, según el tumulto iba a más, se arrimó a la pared.

-¡No debe beber! ¡No debe beber! -rugía el Viejo Bugs, mientras parecía divagar, o encenderse, con sus citas.

La policía apareció en la puerta, atraída por el escándalo, pero durante cierto tiempo ni se movieron ni hicieron nada. Trever, ahora completamente aterrorizado y curado, para siempre, de su deseo de ver la vida a través de la ruta del vicio, se pegó a los recién llegados uniformados. Si lograba escapar y tomar un tren que lo llevase a Appleton, pensó, podía dar su educación, en materia de disipación, por cerrada. Entonces, de repente, el Viejo Bugs dejó de agitar su jabalina y se quedó quieto… irguiéndose más recto de lo que nadie en aquel lugar le había visto antes.

-Ave, Caesar, moriturus te saluto! -gritó, antes de caer al suelo empapado en whisky, para no levantarse ya nunca más.

Lo que sucedió después es algo que nunca olvidará el joven Trever. La imagen es confusa, pero indeleble. Los policías se abrieron paso entre la gente, preguntando con insistencia, a todos, acerca de qué había sucedido y del cadáver en el suelo. Interrogaron especialmente a Sheehan, sin conseguir ninguna información de valor tocante al Viejo Bugs. Entonces el estafador recordó la foto y sugirió que podían verla y buscar en los archivos de la comisaría. Un agente se inclinó, algo reacio, sobre aquella espantosa forma de ojos vidriados, encontró la fotografía envuelta en el papel de seda y se la pasó a los otros.

-¡Menuda joven! -un borracho lanzó una mirada llena de lascivia al hermoso rostro; pero aquellos que estaban sobrios no lo hicieron, sino que contemplaron con respeto las facciones delicadas y espirituales. Nadie parecía capaz de ubicar todo aquello, y todos se preguntaban cómo aquel despojo comido por las drogas podía tener tal foto en su poder… es decir, todos menos el estafador, que, mientras tanto, observaba con desazón a la policía. Pero él había hurgado un poco más bajo la máscara de total degradación del Viejo Bugs.

Luego pasaron la foto a Trever, y se produjo un cambio en el joven. Tras un primer sobresalto, volvió a envolver el retrato, como si quisiera protegerlo de la sordidez de aquel lugar. Lanzó una mirada larga e inquisitiva a la figura caída percatándose de su gran estatura, así como de la aristocracia de facciones que parecían aparecer ahora que la desdichada llama de la vida se había apagado.

No, dijo apresuradamente cuando le preguntaron cómo conocía a la persona del retrato. La foto era muy vieja, añadió, y no podían esperar que la reconociese. Pero Alfred Trever no decía la verdad, como muchos sospecharon cuando se ofreció a hacerse cargo del cuerpo y a ocuparse de su entierro en Appleton. Y es que, sobre la repisa de la biblioteca de su casa, colgaba una reproducción exacta de tal imagen, y toda su vida había conocido y amado a la persona retratada.

Porque aquellas nobles y gentiles facciones eran las de su propia madre.

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