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Por Rogorn Moradan

Guillermo del Toro llevaba mucho tiempo ligado, en su mente y en múltiples anuncios ya hechos por él, al material de la novela de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo. En su versión aborda la historia del doctor Victor Frankenstein y su criatura desde una mirada personal, visualmente ambiciosa, cargada de reflexión sobre el poder, la creación, la paternidad, el abandono, el perdón y la condición del otro. Este proyecto, que el mismo director había considerado “la película que algún día tenía que hacer”, llega en un momento propicio para su filmografía, y por ello la recepción ha sido mayoritariamente favorable.

Aunque esté clasificada como una película de “monstruos”, Del Toro ha enfatizado que ha sido concebida más como un drama emocional que como puro cine de terror, habiendo dicho él mismo que “no estoy haciendo una película de horror”, o al menos no en el sentido convencional. Por tanto, es una obra híbrida: parte adaptación de un mito del terror, parte tragedia gótica a gran escala, parte meditación sobre la creación, la responsabilidad y el perdón, entre otros temas.

La película arranca con un prólogo ambientado en el Ártico, donde un barco danés (obviamente con un Mikkelsen, Lars en este caso, como capitán) está varado mientras busca una ruta al Polo Norte: una secuencia de caza entre la criatura y su creador que sirve como marco para luego retroceder en el tiempo y contarnos la génesis de la creación del monstruo, su despertar, su abandono y su búsqueda de identidad. Ese planteamiento formal (inicio en un punto avanzado para luego retroceder) es una decisión deliberada para instalar el vínculo entre creador y criatura desde el comienzo, como ocurre con la novela original.

En esta versión, el doctor Victor Frankenstein (interpretado por Oscar Isaac) no es solo un científico obsesionado, sino un hijo marcado por traumas familiares, en concreto una madre muerta tempranamente y un padre dominante (interpretado por Charles Dance, perfecto para lo que se requiere) que está ausente a menudo, que se casó por interés y que desprecia a menudo a su mujer e hijo, en concreto “nuestro cabello negro y nuestros ojos oscuros” (dicho esto por un director mexicano que trabaja en Hollywood). El chico convierte sus traumas infantiles en un exigente proyecto de “dominar a la muerte”, impulsado por la visión de un ángel oscuro cuya promesa, como la de cualquier otro dios, dirige tus pasos el resto de tu vida hasta que compruebas que es falsa. Incluso interpreta así su propio nombre: Víctor, el vencedor (conqueror, conquistador, se dice en la película). La criatura resultante (interpretada por Jacob Elordi) es tratada como un recién nacido emocional, con una conciencia que se desarrolla, que habla, que sufre, que rechaza el abandono. Esto dota al film de dos focos: el del creador que fracasa moralmente y el del ser creado que reclama significado, amor y reconocimiento de un “padre” que cae en los mismos errores que cometió el suyo (no por nada la película está dividida en dos partes, Victor’s Tale y The creature’s Tale, narrada por cada uno de ellos, donde el punto de vista cobra su importancia). Así, la relación padre-hijo, creador-criatura, asume un peso central, más allá del miedo o la monstruosidad. Del Toro evita el esquema clásico de monstruo espectacularmente deforme, aunque sigue usando el esquema original de la novela de usar varias partes de cadáveres distintos, incluso un solo músculo específico de un brazo diferente en algún momento, en lugar de resucitar un cuerpo completo anterior, que seguramente habría sido más fácil como primer experimento (Mary Shelley seguramente nunca llegó a conocer los problemas médicos de rechazo que un solo órgano puede producir al ser injertado en otro cuerpo, pero bueno, estamos hablando de ciencia ficción gótica).

La criatura es tratada como un alma recién nacida ante la que su creador, como un docente demasiado severo, no tiene ningún tipo de paciencia. Su frustración con la única palabra que es capaz de pronunciar durante semanas, “Victor”, como la de un bebé sería “mamma” hasta que aprende algo más, le lleva a maltratar a un ser de nueva creación cuyo talento necesita ser cultivado con tiempo, dedicación y estímulos adecuados para poder florecer, como se ve que ocurre después. En la novela, Frankenstein lo rechaza horrorizado desde el momento mismo de su creación, pero aquí supongo que muchos espectadores se verán reflejados en confrontación con el peor profesor que tuvieran en sus días escolares. Esto le llevará, lógicamente, al sufrimiento, la ira y la reacción violenta, exacerbado todo ello con el hecho de ser accidentalmente liberado antes de tener la preparación necesaria para enfrentarse a un mundo del que no se le ha enseñado nada. Lo que aprenda a partir de entonces ya no dependerá de su padre / creador / maltratador / incluso asesino frustrado, sino de otras personas que se encuentre al azar, en especial el anciano ciego que, al no poder ver su aspecto, lo trata como un extranjero perdido que, cómo él mismo, necesita ayuda para valerse, y es seguramente por estar pasando por esas circunstancias de desvalimiento por lo que reconoce empáticamente a otro que también tiene una necesidad similar. Eso y libros, siempre libros, que le proporcionan el vocabulario, las ideas y hasta la forma de pensar con los que expresarse en el futuro.

Elordi, un actor que demasiado a menudo tiene una única expresión facial, aquí logra componer su mejor personaje hasta ahora, a pesar de (o quizá gracias a) las horas de maquillaje que lleva encima. Isaac da bien con su tono intenso, emotivo y atormentado, errando en su viaje lleno de hubris hacia un logro universal. En el resto del reparto destaca el siempre eficaz Christoph Waltz como Heinrich Harlander, el millonario que financia el caro laboratorio y los materiales para su yerno, obviamente con un interés personal en el resultado: cuando se revela que sufre sífilis terminal, sus prisas por lograr un resultado que le sirva de algo a él en persona contribuyen a descarrilar el proyecto, y no resulta difícil equiparar esto a los tech bros de hoy, obsesionados por alargar su vida (o más bien vidorra), dados los privilegios de que están disfrutando. Por de pronto, es aficionado a “un nuevo y joven arte”, la fotografía, haciendo posar a sus modelos con melocotones que simbolizan la vida y la juventud. Interesante es también que los cadáveres se escojan de la mayor factoría de producción de ellos: la guerra, que en un siglo XIX con una artillería muy desarrollada ya causaba bajas frecuentes por decenas de miles. ¿Y quién contribuye a esa factoría: el propio Harlander, fabricante de armas, dispuesto a sacrificar todas esas vidas por la suya. Por su parte, Mia Goth (con ese nombre ya estaba destinada de antemano) como Elizabeth tiene un papel que intenta ir más allá de una joven pasiva típica de la sociedad decimonónica, atacando delante de su propio padre las ideas de honor, patria y valor con las que se convence a los jóvenes de todas las generaciones para dejarse la vida en esas guerras, con la cara en el barro, lejos de los que las provocan. “Las ideas no son buenas o malas por sí mismas”, viene a decir, sino que depende de quien las ejecuta y para qué. Como le va a ocurrir a su propio cuñado. Es buena noticia, además, que no se lleve a cabo la idea de hacerle una pareja a la criatura, cosa que en el libro él pide, pero que no llega a ocurrir, a pesar de lo cual ya se ha encargado el cine de convertirlo en realidad, con resultados muy desiguales.

Uno de los aspectos más notables es el carácter visual de la película, como no podía ser menos en una película de Del Toro: los decorados, la fotografía, el diseño de criaturas, el vestuario, el color… La paleta cromática habitual del director aparece en rojos intensos, verdes oscuros, sombras profundas, comunicando vida, muerte, éxtasis o devastación. Desde las torres de su castillo-laboratorio, hasta la inmensidad helada del Ártico, pasando por los cuerpos exhumados, los cadáveres, los laboratorios gélidos: todo sirve para instalar una atmósfera gótica, casi opresiva, que contrasta con la vulnerabilidad humana de los personajes. Guste o no la película en su trama, estructura e interpretaciones, la factura visual es de primer nivel. Tampoco falta otra marca de la casa, ciertas escenas de heridas físicas aparatosas de las que hacen arrugar la cara al espectador.

Del Toro convierte al monstruo no sólo en objeto de terror, sino en sujeto de compasión. Su monstruo entra en escena con un rugido gutural, pero en el curso de la película emerge un retrato de una criatura cuya humanidad iguala e incluso supera la de la novela de Shelley. La idea de que el verdadero monstruo sea el creador, o una ciencia ejercida sin ética, no es nueva: Victor y la criatura resultan ser dos artistas obsesionados, uno con la ciencia, otro con el milagro de su existencia, unidos en su imposibilidad para lograr lo que desean. Por cierto, que al hacer al monstruo prácticamente inmortal nos meteríamos en terreno de otras criaturas, como los vampiros, con sus propios dilemas característicos de una vida sin fin, a la vez que apartados de las ventajas de la compañía, de vivir en sociedad. Y el final es lo más significativo: después de todo lo que se han hecho sufrir el uno al otro, el camino que se toma es el del perdón, de una manera gótica y emotiva, pero perdón al fin y al cabo. “Forgive, forget: the true measure of wisdom”, (olvida, perdona, la verdadera medida de la sabiduría), le dijo el ciego a la criatura, en una valiosa lección que luego aplicó, eligiendo libremente desechar el veneno que podría haber aprendido de su creador. Quizá la venganza sin paliativos ya está demasiado vista últimamente, y resulta más relevante una historia en la que el único camino hacia adelante, en política local o internacional, en relaciones humanas, en el trato de secuelas de recuerdos del pasado, sea cerrar las heridas aún existentes, por graves que sean, a base de no causar nuevas.

Fuente: https://www.zendalibros.com/frankenstein-de-mary-shelley-de-guillermo-del-toro/