He apretado tu carta una y otra vez contra mis labios, dulcísima Helen, bañado en lágrimas de alegría, o de una "divina desesperación". Pero yo, quien tardíamente, en tu presencia, alardeaba sobre el "poder de las palabras" ¿de qué me sirven ahora? Yo puedo creer en la eficacia de las plegarias al Dios de los Cielos, yo puedo efectivamente arrodillarme humildemente, arrodillarme en esta la más formal época de mi vida suplicando de rodillas por palabras, pero las palabras que pueda revelarte, más vale que me permitan yacer desnudo junto a tí, mi entero corazón. Todos los pensamientos, todas las pasiones, parecen ahora mezcladas en este único deseo que me consume.
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